jueves, 17 de mayo de 2012

Mi Irresistible Earl. Capítulo 11


Mi Irresistible Earl. Capítulo 11


11


Con la críptica advertencia del regente de que tuviera cuidado con Jordan resonando en sus oídos, Mara se había alarmado cuando él no abrió la puerta. ¿Qué había querido decir el regente con eso? ¿Acaso su amigo sabía algo sobre Jordan que ella desconocía… algo que tal vez podría haber salido a la luz mientras los hombres estuvieron jugando a las cartas?
Dios santo, ¿tenía otra mujer?
Era posible que así fuera, había pensado con súbito pavor. Al fin y al cabo, no se veían a todas horas. Eran amantes, pero cada uno tenía su vida aparte.
No se trataba simplemente de que no confiara en que la felicidad durara, sino que a veces podía jurar que Jordan le estaba ocultando algo.
Por fortuna, su suave y profundo beso disolvió sus efímeras dudas e hizo que se sintiera tonta y aliviada.
—¿Mejor? —preguntó Jordan con voz ronca y susurrante en la oscuridad.
—¿Qué estás tramando? —murmuró ella mientras le acariciaba la punta de la nariz con la suya—. Tenías un aire muy furtivo cuanto te vi cruzar el octógono.
—¿Furtivo? —repitió, enarcando una ceja.
—Ya me has oído. —Todavía un tanto recelosa, miró hacia la habitación. Había una sola vela encendida sobre una pesada mesa de biblioteca a varios metros—. Cuando te vi bajar las escaleras pensé que tenías intención de reunirte conmigo. Pero me ignoraste y seguiste caminando, como si tuvieras algo importante de lo que ocuparte. —Hizo un mohín.
—No, cariño. Se me ocurrió una idea mejor. Eso es todo. Has tardado mucho en venir —agregó con una sonrisa pícara.
—¡Pues podrías haberme dicho que querías que te acompañase!
—¿Para que todos pudieran ver que nos marchábamos juntos? Piensa en las habladurías, lady Pierson —la reprendió con picardía—. Además, pensé que esto haría que fuese un poco más excitante. A ti te gusta eso, Mara. ¿Verdad? Sé que antes era así —susurró mientras su dedo descendía por su pecho hasta el pezón por encima del vestido.
Ella le miró fijamente, con los labios todavía húmedos por el beso.
—¿Qué tenías en mente?
Jordan sonrió; parecía la viva estampa de un verdadero miembro del salvaje Club Inferno.
—Adivina.
—¡Caramba, lord Falconridge! —le censuró Mara con la voz entrecortada—. ¿En medio del baile real? Hay miles de personas ahí fuera.
—Tantas que jamás se percatarán de nuestra ausencia.
La besó de nuevo; ella no puso objeciones.
—Estás muy hermosa, Mara. Llevo deseándote toda la noche —confesó en un sensual susurro, rozándole los labios con los suyos.
Mara se estremeció, y si bien seguía encontrando su comportamiento un tanto extraño, no sabía decir por qué.
«Ten cuidado con él.»
Jordan ladeó la cabeza con expresión divertida, estudiándola.
—¿Qué sucede, cariño?
—No lo sé. —Clavó los ojos en él—. Hay algo que me resulta raro.
—¿Por qué no me preguntas si estaba solo? ¿No creerás de verdad que estaba aquí con otra mujer?
—Bueno… —En cuanto expresó sus temores en voz alta, Mara se dio cuenta de lo estúpido que parecía. Pero mientras sus mejillas enrojecían, trató de idear una defensa—. ¡Ahí fuera hay unas cuantas damas que no te han quitado los ojos de encima esta noche!
—¿De veras? ¡No tenía ni idea! ¿Dónde? —bromeó Jordan, mirando a su alrededor.
—¡Eres un granuja! —Le dio un ligero manotazo y él rió.
—Solo hay una mujer aquí que me interese, cielo. Bien, ¿vamos a quedarnos aquí a pelear por nada o a aprovechar nuestro escondite? —ronroneó, asiéndola del codo y acercándola hasta que su cuerpo quedó pegado al suyo.
Sentir su alta y dura figura contra ella tuvo el efecto habitual, pero Mara resopló ante su mofa y volvió el rostro esquivando el suave e inquisitivo roce de sus labios.
—¿Por qué has tardado tanto en abrir la puerta?
—Porque no era capaz de encontrarla una vez que apagué las velas.
—¿Y por qué has apagado las velas?
—¿A ti qué te parece?
Jordan disipó su ligero mohín con un beso. Mara se echó un poco hacia atrás para mirarle mientras él clavaba sus ojos en los de ella de forma profunda y seductora.
—No hay nadie de quien debas estar celosa, Mara. Soy todo tuyo. ¿Te lo demuestro?
Entonces tomó su rostro entre las manos y acercó los labios con avidez a los suyos.
Mientras Jordan saboreaba su boca, no esperaba en realidad que Mara le dejara asaltarla en la biblioteca del regente, en medio de un baile real. Si bien nunca estaba de más preguntar, por supuesto, contaba con que le rechazara de plano. Entonces la llevaría de nuevo al salón octogonal como un buen chico y bailaría con ella, tal y como había prometido.
Sin embargo, cuando la besó obtuvo más de lo previsto. Mientras ella le rodeaba con sus brazos lentamente y separaba aquellos rosados labios y los acercaba a los suyos, seduciéndole, se dio cuenta con asombro de que la dama estaba dispuesta.
La sorpresa ante su osado avance parpadeó en su cerebro, pero cuando ella atrajo su cabeza para profundizar el beso, Jordan no necesitó más acicate. La acercó aún más a él, amoldando la curvilínea figura de su cuerpo cálido, sensual, mientras sus bocas se unían en un embriagador duelo de lenguas. El pulso se le disparó cuando ella introdujo su lengua, que sabía a champán, dentro de su boca; la saboreó, y a continuación hizo lo mismo que Mara.
Podía paladear la pasión en su beso y el feroz reclamo que había hecho sobre él mientras sus manos, cubiertas por unos largos guantes de satén, le recorrían de manera posesiva; la cabeza, los hombros, los brazos y el pecho. Cada caricia tenía como fin hacerle comprender que, en su mente, él le pertenecía.
Jordan no tenía ninguna objeción a eso.
Extasiado de dicha ante su avance, dejó escapar un gemido de placer cuando su delicada mano errante se ahuecó sobre su ya inflamado miembro. Jordan profirió una breve carcajada, endureciéndose hasta llenar por completo su palma.
—No me lo esperaba —jadeó divertido.
—Mmm —respondió Mara mientras le frotaba por encima de los pantalones.
En cuestión de segundos, el fuego de Mara destrozó y consumió toda su frialdad y cuidadosa planificación de minutos antes. Abrió los ojos con esfuerzo y la miró, convertido en su esclavo.
—¿Dónde me deseas? —susurró—. ¿En el suelo? ¿En el sofá? ¿De pie? ¿Allí, quizá? —Señaló de manera ardiente hacia la columna más cercana.
Ella siguió su mirada, y luego bajó los ojos con una ligera sonrisa; con tímido recato dio la vuelta y se encaminó hacia la columna, despojándose del largo guante que él había empezado a desabrochar. Con una mirada pícara por encima del hombro, Mara dejó caer la prenda de forma delicada tras ella, el favor de una coqueta que Jordan tenía toda la intención de devolver.
La miró fijamente, adorando a aquella nueva y desenfrenada Mara, la amante que él había liberado en su interior. Estaba hipnotizado por la sensual cadencia de sus movimientos.
Entonces ella apoyó la espalda contra la misma columna donde se había ocultado de Albert unos momentos antes, su postura le erguía los pechos mientras se ofrecía a él con una seductora mirada.
—Ven y tómame.
Jordan estuvo seguro en aquel instante de que sin los años de espía adiestrándose para ocultar sus emociones, su mandíbula habría golpeado contra el suelo. «¿Es esto un sueño?»
Fue hacia ella, como un hombre en trance, pasando de largo el guante para tomar la delicada mano que había cubierto. Se la llevó hasta los labios de manera ardiente: primero, un beso delicado en los nudillos, luego le dio la vuelta para depositar uno más apasionado en la suave carne de su palma.
Jordan cerró los ojos y disfrutó de un festín más exquisito, mordisqueó la carnosa curva en la base de su pulgar y las tiernas líneas de la mano que los adivinos afirmaban leer, saboreando su muñeca, cada una de aquellas elegantes yemas.
Cuando Mara gimió, sin dejar de observarle, se acercó más, ciñendo su talle y desviando sus atenciones al pálido y sedoso pecho que le había estado tentando durante toda la noche.
Sin duda aquel vestido de baile, de atrevido y profundo escote, estaba a la última moda, pero lo que atraía principalmente su interés era la lozana carne femenina que la prenda adornaba.
Aquel diminuto corpiño en particular.
No era demasiado, una capa de rosas de satén que se desplegaba a lo largo de poco más de la mitad inferior de sus senos. Sus pezones apenas quedaban cubiertos, ni siquiera un colgante mancillaba aquella deliciosa extensión de piel cremosa. Justo debajo del redondo y generoso pecho, un fajín marcaba el inicio de las faldas, así como del invisible corselete que llevaba por dentro. Las ligeras ballenas se le clavaban en la cintura pero, alabado fuera Dios, no constreñían sus pechos, simplemente los elevaban un poco a modo de exhibición, aunque ella no necesitaba de tal ayuda, pensó devorándola con la mirada.
Una simple capa de frágil satén y otra de batista, más delicada si cabía, la requerida camisola bajo el vestido, eran todo cuanto se interponía entre él y los pechos que ansiaba. Jugueteó con los pezones por encima de la prenda, viéndolos erguirse, sintiéndolos endurecerse con urgencia, apretándose contra sus pulgares a medida que aumentaban… como sus ansias de tomarlos en su boca.
—Oh, Jordan, por favor.
Aquel gemido expresaba a la perfección sus lujuriosos pensamientos.
Jordan deslizó la mano temblorosa dentro de su vestido. Tuvo que obligarse a ir con cuidado, pero por Dios que si desgarraba aquel maldito vestido tomaría aguja e hilo y lo remendaría él mismo si tenía que hacerlo. No permitiría que le rechazara.
Costara lo que costase. Tan solo necesitaba probar aquellos exquisitos pezones en el acto. Se puso de rodillas; Mara se relajó contra la columna y mientras un millar de personas, familia real incluida, pululaba a unas habitaciones de distancia, le liberó los pechos, uno a uno, y se abandonó a su festín privado, digno de un rey. No tardó en sumergirse tan de lleno en aquel espléndido banquete que al principio apenas si reparó en aquel piececito travieso, calzado con un escarpín de baile hecho de satén, que había trepado desde el suelo para acariciar su entrepierna.
Pero una provocativa pasada del tobillo, el pie y los deditos de Mara acariciando con suavidad su sólida verga captó su completa atención. Cuando ella hubo jugado durante un momento, excitando su miembro hasta alcanzar gigantescas y palpitantes proporciones, ya no pudo soportarlo por más tiempo y capturó su pie en tanto que de sus labios escapaba una carcajada ronca, amortiguada por la sedosa curva de su seno.
—La misma traviesa de siempre —fingió reñirla, aunque su tono era de absoluta adoración.
Ella apoyó de nuevo la cabeza contra la columna, con una mueca de necesidad.
—Pereceré si no me haces el amor pronto, Falconridge.
—Cómo no, milady.
Cuando se levantó para complacerla, notó una sensación de culpa cada vez mayor por sus mentiras mezclada con la desmedida lujuria que le impulsaba. No podía pensar en nada que no fuera unir su cuerpo con el de ella.
La tomó en brazos con celeridad y la llevó hasta la pesada mesa de la biblioteca gótica, donde ardía la última de las velas. Mara cerró los ojos mientras la depositaba sobre ella y se contoneó contra la dura superficie, movida por una sensual anticipación, esperándole con avidez.
De pie junto al borde de la mesa, Jordan se desabrochó los pantalones sin perder tiempo. Sabía que no disponía de mucho. Alguien podría presentarse allí en cualquier momento. Pero el riesgo que estaban corriendo solo servía para aumentar su excitación.
Sin un instante que perder, deslizó las manos por sus piernas, levantándole las faldas con delicadeza. Cuando agarró sus muslos desnudos, la penetró sin desperdiciar un minuto.
Los dos gimieron con dichoso alivio al unirse en uno solo.
—Oh, Dios mío, lo necesitaba. —Las graves y entrecortadas palabras escaparon de sus labios sin poder remediarlo.
Mara se relajó debajo de él, su cuerpo se ablandó, sus ojos oscuros ardían de necesidad cuando levantó la mirada hacia los de Jordan, tomándole más profundamente dentro de su cuerpo.
—Jordan. ¿Hablabas en serio cuando has dicho que eras todo mío o era pura galantería? —murmuró con tono soñador.
—Era cierto —repuso con voz jadeante—. Siempre lo he sido, Mara. Sin duda lo sabes.
Ella negó lentamente con la cabeza.
—Solo sabía que era cierto en mi caso. Que soy tuya.
Entonces le envolvió con sus piernas, su mojado y resbaladizo pasaje le ciñó con avidez, y él se perdió en aquel paraíso que era poseerla.
A la luz de la única vela la observó disfrutar de su acto de amor. Sus labios húmedos, su luminosa piel sonrosada, el suntuoso vestido tensándose bajo sus agitados pechos mientras la poseía. Su dureza, de por sí feroz, se inflamó apreciativo ante tan gloriosa visión. En respuesta, vislumbró los blancos dientes de Mara, que trataba de contener un gemido de placer.
Los sonidos que escapaban de los labios de Mara provocaban algo salvaje en una parte primitiva de él, profundamente enterrada dentro del civilizado diplomático. Ansiaba arrancarle el vestido, aquel exquisito envoltorio que ocultaba el esplendor de su cuerpo desnudo a sus ojos; pero se las arregló para contenerse, pues la fina y delicada tela resultó no ser obstáculo para sus manos errantes. Tomó sus pechos en ellas con placer al tiempo que sus caderas se hundían con fuerza entre los muslos de Mara.
Al final entrelazó los dedos con los de ella y empujó hacia abajo, sujetándole las muñecas por encima de la cabeza contra la dura superficie de la mesa.
—Oh, Dios mío, Jordan, me satisfaces tan profundamente…
Mara se retorcía debajo de él, al parecer emocionada por el ligero dominio. La poseyó con más fuerza. Escuchó un leve sonido amortiguado de la tela a punto de desgarrarse, las costosas hebras deshilachándose lo mismo que su juicio, pero aquel ruidito no penetró en la neblina de pasión que lo envolvía. En aquel momento, la adoraba con todo su ser.
Con descarnada y feroz ternura, fue incapaz de apartar los ojos de ella, de aquella mujer única, encantadora e inolvidable que había apresado su alma desde la primera vez que se cruzaron sus caminos.
Tuvo que apretar los dientes para contener el apabullante impulso repentino de soltar la verdad: que la amaba tanto que moriría por ella sin pensárselo dos veces. Pero el fogonazo interno de aquellas palabras le pilló desprevenido; tendría que pensar en ello. Por ahora, no se atrevía a estropear la perfección de aquel momento.
Entonces la dulzura de Mara le venció, y cerró los ojos saboreando cada segundo. El tiempo pasó lentamente; el resto del mundo desapareció. Solo existía Mara.
Ella se movió debajo de él mientras tiraba de él para que la besara. Con profunda emoción, tomó su rostro y le acarició las mejillas, el cuello y el cabello mientras asaltaba su boca.
—Dame un hijo, Jordan.
Su entrecortado susurro le conmocionó por entero. Se estremeció literalmente; las lágrimas se agolpaban tras sus párpados cerrados. Sabía que solo eran palabras surgidas en el calor de la pasión, pero jugaban con sus más profundas necesidades, las cuales habían quedado insatisfechas durante muchos y solitarios años.
No, ni siquiera se permitiría considerar tal posibilidad. Dolía demasiado.
Pero ella estaba inquieta, alzando las caderas, enroscando sus dedos lentamente en su cabello, tomándole, seduciéndole.
Sabía que Mara hablaba en serio. Deseaba a su bebé en el vientre. Jordan sentía que la habitación le daba vueltas. Con cada segundo que transcurría, su cuerpo suplicaba la liberación igual que un volcán en erupción.
—Es maravilloso —gimió.
Sin apenas aliento para continuar con el beso en que Mara le había capturado, apoyó los labios inflamados contra su barbilla y se emocionó al escuchar los jadeos de Mara con cada uno de sus embates.
—Dios mío, Jordan, sabes que no puedo resistirme a ti.
Mara temblaba debajo de él, y Jordan no sabía cuánto tiempo más podría seguir conteniéndose.
—Córrete para mí —le dijo con voz ronca.
Ella no precisó de más aliento, pues ardía de deseo igual que él, pero Jordan le acarició el clítoris para aumentar su placer, dejando que su pulgar rozara con suma ligereza aquel rígido capullo y arrancando un frenético grito de placer de sus labios.
Jordan cerró los ojos, jadeando, decidido a no perder el control mientras se entregaba a ella tan rápida y apasionadamente como su dama le exigía.
«Voy a perder la cabeza si no te corres pronto», pensó, un milagro en sí mismo, pues él jamás perdía el control.
Y quizá aquel era el problema en su vida.
Empeñado en cabalgar a su temblorosa y lasciva potra hasta la línea de llegada antes de que el instinto se apoderara de él, apretó los ojos y comenzó a recitar para sus adentros la lista de emperadores romanos por orden cronológico, con las fechas de sus mandatos.
El viejo truco de escolar no le ayudó.
Mara ardía debajo de él, no una mujer recatada y pasiva, sino tan ardiente, real y desvergonzada como cualquier ramera cara que jamás hubiera fingido para él en alguna capital extranjera.
Su repentino y desgarrador sollozo de dicha fue la señal que había estado esperando mientras refrenaba la marea; profundamente sepultado en el cálido y aterciopelado pasaje de su cuerpo, sintió el resbaladizo brote de su femenina liberación, y todo terminó para él. Cegado por la absoluta oleada de placer que se abatía sobre él, Jordan aferró la carne sedosa de sus dulces nalgas, impulsándose con fuerza para empalarse en ella y reclamarla.
«¡Oh, sí!»
Mara era puro fuego debajo de él, consumiéndole en sucesivas oleadas que fluían de allí donde sus cuerpos se unían, como si aquellos segundos acariciaran la eternidad.
Potentes detonaciones explosionaron en sus sentidos, como innumerables minas colocadas para un enemigo, diques reventando, muros derrumbándose bajo la avalancha de su amor, torres reducidas a escombros, dejándole sin ningún lugar donde esconderse, sin modo de regresar a la antigua vida que había conocido hasta entonces.
Pronunció el nombre de Mara en un susurro estrangulado. En la exquisita violencia de la rendición, Jordan quedó completamente vencido.
Y después, mientras respiraban con fuerza sin pronunciar palabra, inundados por la profunda calma, supo que sucediera lo que sucediese jamás podría renunciar a ella. Pasara lo que pasase, no podía perderla de nuevo. Debía casarse con él.
Debía hacerlo. Porque él no podía vivir sin ella. No quería hacerlo nunca más.
Pero con su misión aún pendiente, no se atrevía a mezclarla en aquello más de lo que ya lo estaba. Debía esperar hasta que su misión hubiera acabado y el peligro cesara.
Su corazón protestó, pero se recordó que ya había esperado doce años. Podía sobrevivir algunas semanas más sin Mara como esposa. La abrazó, meciéndola de forma protectora, y se hizo aquella promesa.
Ella le asió la barbilla y le hizo volver la cara para besarle con dulzura. Luego se miraron a los ojos el uno al otro.
«Eres un sueño —pensó, colmado de ternura mientras le acariciaba el cabello—. Mi sueño.»
Mara le brindó una sonrisa.
—A veces, Falconridge, te superas a ti mismo —murmuró; sus ojos oscuros centelleaban de dicha.
Jordan rió suavemente; ella se le unió con la encantadora y ronca risa de una mujer absolutamente satisfecha.
—Gracias, creo —murmuró.
—No, amor mío, gracias a ti. —Le dio un beso y acto seguido le empujó en el pecho—. Levanta, ahora.
Jordan se apartó de su cuerpo exhalando un suspiro. A continuación, se abrochó los pantalones y la ayudó a levantarse.
Mientras ella se acercaba con paso cansado hasta el espejo a fin de adecentar su aspecto, Jordan sacó un pañuelo y secó el sudor de la pasión. Mientras la observaba se sorprendió luchando contra una persistente duda que había brotado en el fondo de su mente.
¿Y si ella no deseaba una proposición de matrimonio? Habida cuenta de lo mucho que disfrutaba de la libertad que le proporcionaba ser viuda, no estaba del todo seguro de que le diera la respuesta deseada. Quizá prefiriera su actual acuerdo.
Bueno, si en efecto había engendrado a su hijo en su vientre, tal y como ella le había pedido que hiciera, no iba a darle opción. Se casaría con él y formarían una familia, le gustara o no.
Enmascarando la feroz ansia en lo más recóndito de su alma de que tal situación se diera, se aproximó a ella, que se encontraba delante del espejo, preocupada por su aspecto. Le posó las manos en la parte superior de sus suaves brazos e inclinó la cabeza para besarla en el hombro.
—Estás preciosa —susurró.
—¡Estoy hecha un desastre! Y me temo que tenemos otro problema. Me has desgarrado el vestido, granuja.
—Hum, no puedo decir que lo lamente —repuso con voz lánguida, y sus ojos brillaban mientras miraba la imagen de los dos en el espejo; detrás de ella, rodeándole la cintura.
—Eres perverso.
—Te llevaré a casa —murmuró, saboreando el olor a sexo que los envolvía a los dos.
—Quédate conmigo esta noche —le pidió con voz queda.
—Solo si me preparas un sándwich —bromeó, con aire persuasivo. Bajó la cabeza para besarla en el hombro, lanzándole una mirada ardiente en el espejo.
—Por supuesto. —Rió, y en sus mejillas apareció un encantador arrebol aniñado. Llevó la mano hacia atrás y la ahuecó sobre su mejilla—. Y luego, milord, una vez que hayas recuperado fuerzas con algo de comida, puedes volver a hacerme esto.
—Con mucho gusto —gruñó, y le apretó la cintura—. Eres mía.
—Eso parece. —Aceptó sus brazos alrededor del talle con serenidad y apoyó la cabeza contra su pecho.
Jordan le plantó otro sonoro beso en el cuello y la soltó, acercándose al espejo para tratar de acicalarse.
Mara le miró sonriendo de manera soñadora mientras él se pasaba los dedos por su corto cabello y se enderezaba el corbatín; no obstante, el rubor del amante que perduraba en su piel, el resplandor en sus ojos perezosos le confería un aspecto saciado. Por Dios que había disfrutado de aquella fiesta más de lo que el regente jamás llegaría a imaginar.
—No sé cómo, pero vamos a escabullirnos de aquí sin que nadie nos vea.
—Oh, podemos utilizar la escalera privada del regente. Se encuentra justo al otro lado de aquellas puertas y tras recorrer un corto corredor.
—Ah. —Jordan dirigió la mirada hacia donde ella señalaba, pasadas las columnas. Por donde había desaparecido Albert—. ¿Podemos salir por ahí sin que nos vean?
Mara se encogió de hombros.
—Solo algunos criados. Será mejor que cojamos la palmatoria —agregó—. Es probable que esté oscuro.
—¿Sabes adónde lleva esa puerta de allí? —preguntó como si tal cosa, señalando hacia la entrada más pequeña situada en el rincón.
—Oh, es el despacho privado del regente. No es que lo utilice demasiado —bromeó—. No es partidario del papeleo.
—Estoy de acuerdo con él. —Jordan le devolvió la sonrisa.
—Vamos.
Mara le hizo señas para que fuera hacia la salida junto a las columnas. Jordan tomó la palmatoria, abrió la pesada puerta y la sostuvo para que ella pasara primero. Le condujo por el corredor central de las dependencias privadas del regente.
—Espero que a Su Alteza no le moleste nuestra intrusión tan cerca de sus habitaciones personales.
—Dadas las circunstancias, creo que lo comprenderá —repuso Mara con sequedad—. En sus tiempos, nuestro Prinny también tuvo unas cuantas citas en lugares extraños.
—Muchas gracias. En serio, no necesitaba tener esa imagen en mi cabeza.
Mara soltó una risita mientras recorrían con premura el pasillo en penumbra. Cuando llegaron a una puerta lateral, Jordan la adelantó para abrir una rendija, a través de la cual pudo escuchar la fiesta que se estaba celebrando en las antecámaras a unas habitaciones de distancia. Se percató de que ya no iban a necesitar la vela, así que la apagó y la dejó en el pasillo. Luego hizo una señal a Mara, abrió la puerta y los dos salieron de forma sigilosa, bajando furtivamente las escaleras privadas del regente.
Sus faldas se agitaban de manera grácil mientras bajaban los escalones con sigilo, cogidos de la mano, y salieron afuera, a la noche estrellada.
Jordan le pidió a un criado que fuera a buscar su carruaje. Cuando vio a Mara temblar con el frío de medianoche, se quitó la levita y se la puso sobre los hombros. Ella le obsequió con una sonrisa. Entonces le lanzó una mirada con la que le prometía que muy pronto la haría entrar en calor… bajo las sábanas.
Mientras aguardaban la llegada de su carruaje, Jordan volvió la vista por encima del hombro hacia las ventanas iluminadas de Carlton House. En su cabeza se agolpaban innumerables preguntas tras la intolerable intrusión de Albert. La primera era obvia: ¿qué diablos andaba buscando el supuesto prometeo?
Pero había una segunda y más sutil cuestión que continuaba rondándole de forma insistente. Sacudió la cabeza para sus adentros, reflexionando. Albert había abierto con una llave la puerta del despacho, así como el escritorio del regente.
Así pues, ¿de dónde demonios había sacado dichas llaves?


«¡Qué noche tan angustiosa!»
A Albert Carew, duque de Holyfield, el ducado no le estaba resultando tan bueno como se decía que era.
Mientras su engalanado carruaje se aproximaba a la magnífica mansión ducal a las afueras de la ciudad, ahora suya, escudriñó la propiedad iluminada por la luna en busca de indicios de la presencia de algún intruso. Gracias a Dios, el lugar parecía tranquilo; no había vehículos y caballos desconocidos en el camino de entrada circular que rodeaba la elegante fuente situada frente a la casa.
Parecía que estaba despejado, al menos por el momento, pero uno nunca sabía. Dresden Bloodwell podría presentarse en el momento menos pensado, como una plaga.
«No es de extrañar que tenga los nervios deshechos. Tengo a ese demonio respirándome en el cogote.» Albert esperaba disponer al menos de algo de tiempo para dar con una excusa a fin de explicar por qué había fracasado.
¡No era culpa suya! En realidad, nada lo era nunca. Ese era el lema de Albert, y normalmente le resultaba útil.
Minutos más tarde, cuando su carruaje se detuvo y su criado lo ayudó a apearse, se dirigió con paso firme a su gigantesca casa al tiempo que se despojaba de sus guantes blancos de etiqueta; su capa negra se agitaba tras él de manera atractiva.
Su mayordomo le recibió en la puerta principal con una reverencia.
—¿Alguna visita? —preguntó, tirante.
—No, excelencia. —Su mayordomo retiró la lujosa capa de los hombros de Albert y tomó los guantes—. ¿Desea tomar algún refrigerio, señor?
Albert se limitó a mirarle ceñudo. ¿Quién podía comer en semejante estado de aprensión?
—¿Desea que le preparemos un baño, pues?
Albert se detuvo, inspiró hondo y se obligó a relajarse.
Las educadas preguntas del mayordomo restablecían al menos cierto aire de normalidad. Aquello le reconfortó.
—Sí. Tomaré un baño. Y utilizaré las sales de lavanda —ordenó—. Me ayudan a relajarme.
—Por supuesto, excelencia. —Su mayordomo hizo una reverencia y fue a ordenar a los criados que espabilasen y empezaran a subir agua caliente a la alcoba del duque.
Sintiéndose algo mejor, Albert se encaminó hacia su dormitorio. Se detuvo al pasar por delante del espejo situado entre dos columnas del grande y tenebroso vestíbulo, atraído por su propio reflejo. Se miró con expresión aprobadora al tiempo que la espantosa palabra «traición» se colaba en su mente.
«¡Ridiculeces!», rechazó de inmediato tal noción, pese a que se le encogió el estómago. Hizo caso omiso. «No soy un traidor.» No había tenido intención de causar ningún mal. Sea como fuere, no era culpa suya. No había tenido otra opción. Tan solo intentaba conservar la vida. «Ese demonio me ha obligado a hacerlo», pensó sombrío. Al menos el espejo le consoló, confirmando que él seguía siendo Alby, el mismo de siempre, solo que mejor, pues ahora era duque; en el fondo un gandul de Bond Street, un favorito de la alta sociedad, con un lugar permanente en la corte suprema del mirador de White’s, donde los dandis destacados como él se exhibían para que todos los admirasen.
¡Traidor, nada menos! ¿Quién se atrevería a decir algo semejante?
Era obvio que no tenía el aspecto de un escurridizo ladronzuelo que irrumpiría en el despacho del regente para intentar robar sus documentos privados.
Se le secó la boca mientras recordaba su fracasada aventura de esa noche. Pero no, debía borrarlo de su memoria. Cualquier dandi que se preciase sabía que la vida solo contaba cuando los demás estaban mirando. Si nadie le veía hacerlo, en términos prácticos era como si jamás hubiera ocurrido.
Negándose a considerar la idea de que se encontraba completamente fuera de su elemento, continuó de forma apresurada, dejando el vestíbulo para ascender la escalera hasta su dormitorio. Subió los peldaños de dos en dos, como un hombre que trata de vencer su propia locura. Pero aun antes de llegar a la planta superior y recorrer el pasillo que conducía a sus aposentos, el recuerdo de aquella oscura biblioteca regresó para atormentar su mente.
Durante un instante, Albert había imaginado que le habían visto. ¡Qué susto se había llevado! Creyó sentir otra presencia en la biblioteca, oculta, vigilando, y entonces apareció Mara, aporreando la puerta en busca de su semental de ojos azules. Pero estaba equivocada.
Tenía que estarlo. ¿Por qué diantre habría de molestarse Falconridge en seguirle a él? Aquello no tenía el menor sentido. No, su perturbadoramente atractivo nuevo compañero de whist no le había dado a Albert ningún motivo para desconfiar de él. Falconridge tenía reputación de ser un hombre de honor y de una serenidad circunspecta que tranquilizaba a todo el mundo. Era ridículo pensar en el conde, nada menos, acechando como… bueno, como si fuera Dresden Bloodwell.
No había habido nadie en la biblioteca aparte de él. Albert tenía que creer aquello por el bien de su cordura. La extraña sensación de ser vigilado tan solo era fruto de su cada vez mayor paranoia. Bien sabía Dios que no estaba hecho para tales intrigas. Desde que Dresden Bloodwell había entrado en su vida, la constante y corrosiva sensación de temor hacía que se asustase de su propia sombra. Aun en esos momentos, cuando había llegado a su amplia alcoba en penumbra, vaciló como un niño que tuviese miedo de la oscuridad.
Pero no vio indicios de peligro. Cerró la puerta a su espalda, sintiéndose aliviado. A continuación se adentró en su opulento refugio, se desanudó el corbatín, que a su ayuda de cámara le había llevado media hora arreglar hasta que quedó perfecto.
Tras dirigirse como de costumbre a su tocador, Albert arrojó el corbatín y se contempló mientras se desabrochaba el chaleco de seda blanco. Pero mientras estaba de pie frente al espejo, de pronto ahogó un grito cuando su pesadilla particular apareció detrás de él en la superficie de cristal.
—¿Lo tienes, pues?
Albert dio media vuelta, con el miedo en el cuerpo.
—¡Diablos, me ha dado un susto de muerte!
—¿Has conseguido la lista? —preguntó Bloodwell con aquella implacable voz carente de inflexión que hacía que a Albert le recorriera un escalofrío cada vez que la escuchaba.
El corazón le latía con tal fuerza que necesitó un momento para recuperar el aliento. Albert se apartó un paso de Bloodwell, evitando la penetrante mirada de los ojos más letales que jamás había visto.
Bloodwell esperó una respuesta. Albert titubeó, se rascó la sien tratando de armarse de valor, puso los brazos en jarras y se preparó.
—No.
Se hizo evidente que el desagrado invadió al extraño asesino.
—¿Has estado en Carlton House esta noche?
—Sí, pero no pude encontrarla.
Se hizo el silencio.
—¿Tuviste algún problema con la llave que te di?
—No, la llave funcionaba bien, pero el documento no estaba allí.
—Sí, lo está.
—¿Está seguro de que fue enviado…?
—No me cuestiones —le interrumpió Bloodwell—. Mi fuente es mucho más fiable que tú. Claro que eso no es decir mucho.
Dresden se sentó donde le vino en gana, justo en la butaca predilecta de Albert. ¿Acaso tenía pensado quedarse mucho tiempo?
Pese a que el corazón le latía fuertemente a causa de la ira y la humillación por el terror que aquel hombre le provocaba, Albert logró erguir la cabeza.
—No es culpa mía —espetó—. La estuve buscando. Pero me interrumpieron. Una mujer vino y se puso a aporrear la puerta. No se percató de que yo estaba allí.
Bloodwell le miró durante largo rato.
—Eres un verdadero desastre.
—¡Me pide lo imposible!
—Ese no es mi problema. El tiempo es corto, Albert. Cuando te pido que hagas algo, espero que lo lleves a cabo.
El duque levantó los brazos en el aire.
—¡Lo he intentado!
—Pues pon más empeño. Me lo debes, ¿no crees? Después de todo lo que yo he hecho por ti… Todavía disfrutas de tu nueva posición en la vida, ¿no es así, excelencia?
Albert reprimió su furia.
—Le conseguiré la condenada lista.
La sonrisa lobuna de Bloodwell centelleó en la penumbra.
—Eso me gusta más. ¿Cuándo verás de nuevo al regente?
—Dentro de unos días. En la partida de cartas semanal.
—Muy bien. —Bloodwell asintió despacio—. Te doy quince días para que regreses a Carlton House y lo intentes otra vez. Pero la próxima vez que te visite, Albert, será mejor que la tengas. Por las barbas de Lucifer, más te vale que así sea. Si no obtienes resultados, no me servirás ya de nada. ¿Entiendes lo que digo?
Albert notó que se le formaba un nudo en la garganta.
—Sí… señor. Perfectamente.
La sola mirada de Bloodwell bastaba para hacer que se sintiera como si su propio corbatín lo estuviera estrangulando. El corazón le palpitaba con tal fuerza que tenía una ligera sensación de mareo.
Le habría gustado creer que era demasiado valioso para Bloodwell como para que este se deshiciera de él, pero en la mirada del asesino no se apreciaba la más mínima señal de transigencia.
—Bien —murmuró al fin—. ¿Algo más que deba saber? ¿Alguna noticia de la corte?
Albert se encogió de hombros y le contó lo que había averiguado acerca del lugar y la fecha de la boda de la princesa Carlota. Al menos era algo, suficiente para aplacar al monstruo.
Bloodwell asintió.
—Es posible que sea de utilidad. Te deseo buenas noches, excelencia. Nos vemos dentro de dos semanas.
«Vuelve al infierno, de donde has salido», pensó Albert, con la boca seca y el corazón desbocado. Con los ojos abiertos por el miedo, contempló la alta y delgada silueta vestida de negro encaminarse hacia la ventana abierta.
Se deslizó tras las cortinas, agitadas por la brisa nocturna, saliendo por el balcón. Dresden Bloodwell se desvaneció de nuevo como por arte de magia. Lo mismo que un olor fétido.
«Dos semanas.» Albert exhaló de forma trémula y agachó la cabeza, pasándose la mano por sus rizos perfectos. «Santo Dios. ¿Qué voy a hacer?»

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