lunes, 14 de mayo de 2012

Mi Irresistible Earl. Capítulo 8


Mi Irresistible Earl. Capítulo 8


8



Cualquier intento de escapar había resultado infructuoso, pero Drake se percató en cuestión de días de que aquellos hombres no iban a matarle. Fueran quienes fuesen, no parecían predispuestos a torturarle. En realidad parecían creer que eran amigos suyos.
Dejó de discutir con ellos, pues hasta la fecha aquello no le había llevado a ninguna parte. Pero arrancado una vez más de la breve seguridad que había comenzado a establecerse con su anciano benefactor, James Falkirk, se sentía como si pendiera de un hilo.
¿Cómo podía James traicionarle de ese modo? ¿Acaso no le había salvado la vida? ¿Le había disgustado de algún modo para que le entregara a aquellos desconocidos? Pero aún más profundo que su dolor, su confusión y su ira, le atormentaba el temor por la seguridad del anciano.
Todo su ser le advertía de que James corría un grave peligro, pero al estar separados, Drake se veía incapaz de ayudarle.
En esos momentos se lo estaban llevando lejos de Londres, donde se encontraba James, y con cada kilómetro que recorrían su agitación iba en aumento.
—Hemos llegado.
Cuando el carruaje en el que pocas horas antes habían abandonado Londres se detuvo, lord Rotherstone, o más bien Max, le lanzó una calculadora mirada recelosa; sus ojos fríos y perspicaces, y su tono de voz, paciente y tranquilizador.
El marqués había insistido en que le llamara Max debido a que supuestamente habían sido buenos amigos desde la niñez.
—Echa un vistazo.
Drake siguió con recelo la mirada de Max por la ventanilla del vehículo. Se habían parado en un camino empedrado delante de una amplia mansión campestre.
—¿La reconoces?
—¿Debería?
—Es Westwood Manor. Tu propiedad. ¿Te resulta familiar?
Drake se removió con inquietud sobre los cojines.
—N-no estoy seguro.
Se suponía que era el conde de Westwood, pero ¿cómo podía un hombre olvidar algo a menos que se hubiera vuelto completamente loco?
—Vamos a echar un vistazo más de cerca. Ven.
Se apearon del carruaje, pero durante largo rato Drake se quedó junto al vehículo con la mirada fija en la mansión, sintiéndose completamente abatido. Si aquel era su hogar, no había nada en su corazón que así se lo indicase.
Era impresionante, como solían serlo todas las mansiones. Piedra de Portland. Grandes y gruesos pilares al frente, sosteniendo un pórtico clásico. Las habituales hileras de ventanas de marco blanco, ligeramente distintas en tamaño y estilo en cada planta. Arbustos podados de manera ornamental a ambos lados del acceso a la entrada, entre los que brotaban narcisos a medida que el plomizo mes de marzo daba paso a abril.
Drake escudriñó la hilera de árboles donde los espléndidos jardines y los pastos de los caballos terminaban en tranquilos bosques. El cielo era de un azul cerúleo tras las ramas desnudas, que la fría brisa hacía crujir; pero algunas estaban cuajadas de nuevos brotes.
—¿Qué te parece? —le instó Max, estudiándole, con las manos metidas en los bolsillos de su abrigo.
—Bonito —farfulló, encogiéndose de hombros.
—Es tuyo —repuso el marqués—. Tu hogar ancestral. Tu legado. Aquí naciste, Drake. Y también creciste en este lugar… hasta que fuiste reclutado por la Orden.
—Oh. —Le miró con recelo.
Max sonrió de manera sardónica.
—Vamos, hay alguien aquí cuya única plegaria ha sido volver a ver tu rostro una vez más.
—¿Quién?
—Ya lo verás.
Max se encaminó hacia la casa; Drake lo siguió, la grava crujía bajo sus pies. La ansiedad comenzó a formar un puño dentro de su plexo solar. Notó que se le formaba un nudo en la garganta cuando se adentró en la sombra que proyectaba la majestuosa casa. Esquivos retazos de recuerdos danzaban ante él, imposibles de alcanzar, como serpentinas llevadas por el viento.
El corazón le latía con fuerza en el pecho cuando se obligó a subir la amplia escalinata de escalones bajos que conducía hasta el pórtico. La reticencia por llegar a aquel lugar era como plomo en sus pies. Durante un instante no supo qué era peor: quedarse para siempre con la mente en blanco, como en esos momentos, o comenzar a recordar quién era él y cómo había sido su vida pasada. Quizá fuera mejor no saberlo. Quizá algunas cosas estaban mejor en el olvido.
Pero entonces, al llegar a la parte superior de las escaleras, la puerta principal se abrió. Se detuvo de golpe cuando una anciana dama, delgada y frágil, salió con celeridad por la puerta y se quedó allí, mirándole fijamente, apoyándose en un bastón. Llevaba una cofia de satén y tenía las mejillas sonrosadas gracias al colorete, pero debajo del maquillaje, su rostro palideció.
—Lady Westwood —saludó Max con una ligera reverencia, pero ella le ignoró, sin apartar los ojos de Drake.
Parecía estar sin habla, luego sus ancianos ojos reumáticos se llenaron de lágrimas. Drake miró a Max con incertidumbre; con un gesto, el marqués le alentó de forma discreta para que fuera hacia la mujer, pero la dama se aproximaba hacia él tan rápido como le permitía su pronunciada cojera.
Mientras cruzaba el pórtico para llegar hasta él, la pelliza de lana sin mangas que llevaba sobre el vestido se agitaba con las ventosas rachas que soplaban alrededor de las columnas. Drake la observó con cierto grado de sorpresa y curiosidad, tratando de persuadir a su cerebro para que recordara quién era. Le resultaba familiar.
Lanzó a Max una mirada de sobresalto cuando ella de pronto se abalanzó hacia él y lo abrazó llorando quedamente. Parecía tan destrozada que le devolvió el abrazo con algunas reservas.
—¡Oh, Drake! ¡Gracias, Señor! ¡Mi hijo está vivo! ¡Estás vivo! En el fondo de mi corazón lo sabía. Oh, mi querido muchacho, ¿qué te han hecho? ¡Jamás debí permitir que te arrancasen de mi lado… mi bravo y joven guerrero!
Mientras se derrumbaba en sus brazos, deshecha en llanto, Drake dirigió la mirada hacia Max con suplicante desconcierto.
Si no era capaz de recordar ni a su propia madre, entonces, por el amor de Dios, ¿qué esperanza había para él? Habría sido mejor que los germanos le hubieran matado.
Pero mientras el corazón le latía acelerado, todo aquello fue demasiado para él. La situación le superó. Supiera lo que supiese, ahora se negaba a recordarlo. Era demasiado doloroso y él ya había sufrido bastante.
Sin embargo, mientras le devolvía el abrazo a lady Westwood lo mejor que sabía, captó el ligero olor a su perfume… una tenue mezcla de lavanda y rosas que flotaba hasta su nariz y capturó su absoluta atención.
Aquello removió algo en lo más recóndito de su cerebro, pero antes de que pudiera desentrañar la repentina maraña de sus reacciones internas, ella se apartó gimoteando, aferrada aún a su mano.
—¡Entrad, entrad! Mi querido hijo, por fin estás en casa. Ahora tu madre cuidará de ti.
Drake obedeció, seguido por Max y el fiel sargento Parker en la retaguardia, dispuesto a dispararle con aquella pistola de arzón que llevaba bajo el abrigo si se le ocurría hacer un movimiento en falso.
Al entrar vio a una multitud de silenciosos criados que le miraban maravillados a su paso. Una vez más, se sintió cautivado por otro olor que conocía mientras seguía a lady Westwood hasta el vestíbulo. Cera de abeja con un toque de limón…
Le escoltaron hasta una salita, donde se detuvo, sorprendido al encontrar un retrato de sí mismo colgado sobre la repisa de la chimenea. Todos tomaron asiento, exceptuando al sargento Parker, que se quedó vigilándole en la amplia entrada. Max se esforzó por responder a todas las preguntas cargadas de preocupación de lady Westwood referentes a su estado de salud.
—Esperamos que estar un tiempo aquí sirva para que poco a poco comience a tener recuerdos de su antigua vida.
—Sí, sí, por supuesto que es bienvenido, al igual que lo son usted y sus hombres, milord. Lo mejor para él es estar en casa. Este es su sitio…
De pronto escucharon que la puerta principal se abría de golpe, seguido por el sonido de unos pasos rápidos que cruzaban corriendo el vestíbulo.
Alguien se acercaba. Drake volvió la vista hacia la entrada.
El sargento Parker se giró para enfrentarse al intruso.
—¡Deténgase! ¿Quién anda ahí… quién es usted? —exclamó.
Una muchacha de largo cabello castaño despeinado por el viento entró a toda prisa en la habitación.
Parker la agarró del brazo, impidiendo que se acercara más. Con una mirada feroz, ella empujó al sargento y luego pasó sin detenerse. Se quedó inmóvil en cuanto sus ojos se encontraron con los de Drake.
—Es cierto —dijo con voz entrecortada—. ¡Estás vivo!
—¿Eres real? —profirió él con voz queda, estupefacto.
—¿La conoces, Drake? —preguntó Max de inmediato.
Drake se limitó a seguir mirándola.
—Pensé que eras un sueño —susurró.
Solo ella había estado a su lado en sus momentos más oscuros, encerrado dentro de aquella cámara de tortura bávara, soportando el infierno en la tierra. Una tierna y silenciosa presencia que velaba por él, un ángel de los bosques invocado por su locura. Aquel hermoso espíritu parecía haber estado con él siempre, hasta que supuso que solo era fruto de su imaginación. Pero ahora, allí estaba ella, en carne y hueso.
La joven de ojos color violeta.


Durante las dos semanas siguientes Jordan se dio cuenta de que era difícil tratar a alguien como si fuera un «tesoro», tal y como Max le había aconsejado que hiciera, cuando estás ocultando tantas cosas. No obstante, había tomado la decisión de seguir el consejo de su amigo en lo que a Mara se refería.
La vida raras veces le daba una segunda oportunidad a un hombre. Se aferraría a ella y vería hasta dónde le llevaba.
No pasó mucho tiempo hasta que las habladurías sobre el regente y ella se fueron desvaneciendo a medida que la alta sociedad comenzaba a hilar un nuevo tema: ¿qué había entre lady Pierson y lord Falconridge?
Juntos exploraron las tiendas de Bond Street, llevaron a Thomas a ver el espectáculo de ponis en Astley’s y dieron su primera lección de tiro, con un blanco colocado en una ladera a las afueras de la ciudad.
El sábado por la noche, asistieron a la ópera, donde presentó a Mara y a Daphne, lady Rotherstone, y a su acompañante pelirroja, la señorita Carissa Portland. Las dos damas habían ido acompañadas por Beau, ya que Max seguía en el norte con Drake.
Beau inspeccionó a Mara y luego lanzó a Jordan una discreta mirada de aprobación; entretanto, Daphne y Carissa sometieron a la pobre mujer a un interrogatorio hasta que Jordan se apiadó de ella y la rescató. Sus amigas femeninas eran muy protectoras con él… como amantes hermanas, le aseguró a Mara, divertido.
Entonces llegaron las noticias de que el regente había regresado de Brighton, y se hizo el anuncio oficial del compromiso de la princesa Carlota con el príncipe Leopoldo.
Ahora que el mundo entero tenía conocimiento de la feliz noticia, Mara deseaba obsequiar al orgulloso padre de la novia el Gerrit Dou antes de que Carlton House se viera completamente inundado de presentes. E insistió en que Jordan la acompañase ese día para que pudiera llevar el precioso cuadro por ella. No podía encomendar la labor de entregar la obra de arte a un criado, o eso había argumentado mientras agitaba las pestañas de manera coqueta.
Jordan hizo caso omiso de la punzada de deseo que lo invadió y le aseguró que estaría encantado de servirle de ayuda. Tenía la sensación de que ella acariciaba la idea de presumir de él ante su amigo real. Tal vez quería ver qué era lo que «Jorge» opinaba de él.
Por lo tanto, a la tarde siguiente, se encontró caminando al lado de ella por Carlton House. Un menudo mayordomo marchaba al frente por las cavernosas recámaras, con la cabeza bien alta.
Jordan llevaba el Gerrit Dou, ahora lujosamente envuelto para regalo en seda azul pavo real y atado con un lazo de terciopelo blanco. Sin embargo, aunque fuera un tesoro, temía que pudiera perderse entre la opulencia del palacio.
Estudió el lugar con ojo cínico.
Si bien había fingido sorpresa en cuanto al compromiso real, ni siquiera un embustero tan hábil como él era capaz de fingir que el recargado hogar de Prinny era de su gusto.
En realidad, la palabra «recargado» se quedaba corta para describir tan vulgar exceso. No había una sola superficie desocupada. Por doquier se veían florituras amontonadas sobre arabescos, dorados, frisos esculpidos, pilares corintios en mármol de todos los colores; flores suficientes para diez funerales; techos pintados; vistosas alfombras; obras maestras colgadas de cada pared. Era asombroso. De habitación en habitación, el estilo chino pugnaba con el gótico, rivalizando ambos de modo caótico con la moda grecorromana. No cabía duda de que Su Alteza Real no encontraba el gusto por la moderación clásica.
Jordan era capaz de apreciar el tamaño, la grandiosa escala de aquella monstruosidad, sin importar el endeudamiento de la guerra. Si bien la decoración podía provocar dolor de cabeza.
—No es de extrañar que padezca de gota —le susurró a Mara—. Yo también la padecería si viviera aquí.
Mara apretó los labios, le propinó un codazo y señaló con la mirada al quisquilloso y bajito mayordomo.
—¡No dejes que él te oiga!
Jordan no pudo resistirse a tomarle el pelo un poco más, pues una risita de Mara en aquella extensión de mármol reverberaría a metros de distancia.
—Debería de haber traído suministros —murmuró entre dientes—. No me dijiste que iba a llevarnos todo el día a marchas forzadas.
—Compórtate, maleducado —le advirtió Mara mientras cruzaban aquel vasto lugar, siguiendo al mayordomo hasta el ala privada donde Prinny vivía y recibía a sus amigos.
Pero era cierto. Jordan perdió la cuenta de las salas y escaleras por las que habían pasado. Vio cámaras y corredores de todos los tamaños a lo largo del recorrido, y no simples cuadrados o rectángulos para recreo de su príncipe, desde luego que no, sino también un imponente octógono y algunas habitaciones circulares. Dos bibliotecas, cinco comedores, incluyendo el célebre invernadero gótico, que tenía una capacidad para doscientos invitados, tal y como Mara le había informado en el carruaje antes de que llegaran.
—En serio, empiezo a sentirme un poco mareado. ¿Has traído las sales por si acaso me desmayo?
—No te preocupes; si lo haces, yo te reanimaré —le regañó en un susurro juguetón. Luego añadió—: ¡Cuidado con el cuadro, Jordan!
Él le brindó una amplia sonrisa.
—Sí, querida.
Jordan apoyó el borde del Gerrit Dou sobre una exquisita mesa auxiliar dorada cuando el mayordomo levantó una mano enguantada y les indicó que esperaran.
El hombrecillo desapareció por la siguiente puerta, pero regresó al cabo de un momento, sosteniéndoles la puerta para que pasaran.
—Su Alteza Real los recibirá enseguida, milady. Milord.
Aguardaron en una salita de proporciones mucho más humanas. Mara entró primero y reconoció la posición de su amigo con la debida reverencia formal; Jordan dejó el cuadro para unirse a ella con otro saludo cortés al futuro rey.
El regente la saludó con los brazos abiertos y deshaciéndose en sonrisas.
—¡Lady Pierson! ¡Entre, entre, querida! —Con una amplia sonrisa, el príncipe de cincuenta y cinco años se levantó de manera caballerosa para recibir a su amiga.
Lo primero que a Jordan se le pasó por la cabeza era que resultaba extraño que Prinny no fuera tan rollizo como a los caricaturistas les gustaba retratarle.
El «primer caballero de Europa» iba ataviado con la elegante indumentaria característica de un dandi. Jordan se dijo que Beau Brummell había prestado valiosos servicios a la nación años atrás al evitar que el regente se vistiera de un modo acorde con la decoración.
Gracias a Dios, al menos no se cubría de diamantes como Napoleón. La sencilla chaqueta negra de Su Alteza Real tenía un corte impecable; su rostro rubicundo robusto, aunque bien afeitado, estaba desprovisto del polvo blanco y el carmín que había estado de moda entre los petimetres hacía tan solo una década.
Ah, los dandis contra los petimetres. Una pugna épica. En la época en que Jordan había conocido a Mara Bryce, los contrincantes habían llegado a los puños en la calle, insultando la vestimenta del otro.
—Enhorabuena a usted y a su hija. Debe de sentirse muy complacido —decía ella.
—A decir verdad, me alegra que todo este maldito asunto ya esté arreglado —replicó, sosteniéndole las manos enguantadas y mirándola con afecto—. Pensé que jamás encontraría a un hombre joven que contara con la aceptación de esa obstinada chica.
—Bueno, si una futura reina no tiene voz ni voto respecto a con quién se casa, entonces, ¿qué esperanza tiene una chica? Es usted un padre bondadoso al tener en cuenta sus deseos.
Prinny resopló de manera socarrona.
—Al menos si acaba siendo desgraciada, no podrá culparme de ello. Confíe en mí, es afortunada de tener un hijo. Una hija es harina de otro costal.
—Solo es la edad.
—Sí, supongo que todos somos intolerantes a los dieciocho años. Pero va veremos, ¿no es así, lady Pierson? Cuando Thomas tenga dieciocho, cuénteme si continúa considerándole la octava maravilla de mundo. Por cierto, ¿cómo se encuentra mi ahijado?
—Perfecto, como siempre. Gracias, señor.
—Tráigale a verme pronto. ¡Han pasado meses!
—Lo haré —respondió Mara con firmeza.
—Bien, veo que me ha traído algo. —Dirigió la mirada más allá de ella, con una chispa de curiosidad en los ojos.
—Y a alguien —agregó Mara, y se volvió hacia Jordan, con una amplia sonrisa.
Por su parte, cuando vio lo encantador que el regente se mostraba con Mara, Jordan se sintió conmovido, sobre todo porque no la miraba con lujuria.
Habida cuenta de todos sus excesos, el príncipe Jorge era un blanco fácil de burlas, pero algunos hombres tenían la delicadeza de ser amigos de verdad de una mujer, y resultaba evidente que el afecto del regente hacia ella era sincero.
Aquel era un buen hombre, pensó Jordan, o al menos un hombre decente pese a todas sus flaquezas.
Jordan se sentía aliviado para sus adentros con aquella conclusión, teniendo en cuenta el juramento de lealtad que sus hermanos guerreros y él habían hecho a la Corona años atrás como parte de su ceremonia de iniciación en la Orden.
Por aquel entonces era el rey Jorge quien estaba en el poder, y si bien Su Majestad había comenzado ya a perder la cordura, nadie dudó jamás de que el corazón del viejo rey estuviera en su sitio.
—Alteza —dijo Mara con una cálida sonrisa que contradecía la formalidad de sus palabras—, permítame que le presente a mi amigo especial, Jordan Lennox, conde de Falconridge.
—Ajá, ¿conque amigo especial, eh? Interesante. —Prinny frunció el ceño mientras le estudiaba—. Falconridge. Conozco ese nombre.
—Alteza. —Jordan le hizo una reverencia.
—Acérquese. —Le hizo una seña con su regordeta mano enjoyada—. Su cara también me resulta familiar. El Ministerio de Exteriores, ¿verdad?
—Sí, señor. —Sorprendido de que lo recordara, Jordan alzó la mirada hacia la del regente con expresión significativa. Esperaba que aquella sutil advertencia fuera suficiente para que su actual soberano no desvelara la tapadera de uno de sus propios espías.
—¡Cierto! Bien, pues. Excelente. —Dirigió de nuevo la atención hacia Mara; en sus ojos se reflejaba la curiosidad por el hecho de que ella le hubiera llevado como acompañante.
Jordan había coincidido con el regente en al menos una recepción en la corte y en actos sociales con el curso de los años, pero siempre había permanecido en un segundo plano, sin hacerse notar por la familia real. Siempre había temido caer en la tentación de hacer algún comentario inoportuno acerca del derroche del príncipe. Por el contrario, había optado por morderse la lengua y cuidar sus modales, y sin duda de ese modo había convencido al hedonista príncipe de que era un tipo muy aburrido.
Ahora que le habían ordenado unirse a la pandilla de Carlton House para seguir los pasos del duque de Holyfield, Jordan estaba preparado para hacerse ver por todos los medios como un tipo más sociable. Max le había advertido que tendría que actuar como un imbécil insolente si quería que le aceptasen en la altanera pandilla del regente. A Prinny le gustaba que sus amigos varones fueran ricos, apuestos, bien vestidos y muy excéntricos. La mayoría pertenecían a la aristocracia; aunque también había algunos plebeyos bastante singulares, gallardos militares y algún que otro artista por el bien de la diversidad. Jordan se tomó su tiempo mientras estudiaba la situación.
—Bien, mi querida niña, ¿qué es lo que tienes ahí? —inquirió el regente, señalando hacia el presente, sin apenas poder contener la excitación infantil que lo embargaba.
—¡Es para usted! —respondió ella alegremente.
—¡No! No deberías haberlo hecho —exclamó.
—¡Desde luego que sí! Es en honor al compromiso de la princesa Carlota.
Prinny se inclinó y la besó en la mejilla.
—Es demasiado buena conmigo. —A continuación señaló hacia unas sillas cercanas—. Les ruego que tomen asiento.
—¿Querrá abrirlo ahora? ¡Estoy impaciente porque lo vea!
—Pensé que nunca me lo pedirías —bromeó el regente, sentándose frente a ellos. Se movía con considerable elegancia para tratarse de un hombre tan corpulento.
Jordan le acercó el presente y luego retrocedió con respeto.
—Es muy atenta, Mara —murmuró mientras desataba el lazo.
—Sabe lo mucho que significa para Thomas y para mí.
Retiró la seda azul y levantó el cuadro con aire reverente de su envoltura, profiriendo una muda exclamación de placer. Acto seguido, se volvió hacia ella con asombro infantil.
—¡Un tesoro! ¡Mara! ¡Un Gerrit Dou! Es impresionante.
—Ah, ¿de veras le gusta?
—¡Lo adoro! —Sostuvo el cuadro en alto, examinándolo—. ¡Glorioso! Mira este sombreado de aquí. El modo en que hace que la luz incida en ella en ángulo. ¡Es evocador! Está tan viva que parece que vaya a salir del cuadro y a sentarse con nosotros.
—Me temo que la encontraríamos un tanto malhumorada si lo hiciera —comentó Jordan, sin que nadie le preguntara.
El regente le miró con desaprobación.
—Pero al menos la expresión de sus ojos es real. —Contempló de nuevo el cuadro—. Uno se cansa de sonrisas artificiales.
Mara miró a su amigo real con ternura y comprensión cómplice, pero la mirada que el príncipe le lanzó a Jordan era una advertencia velada. «Puede que estés de nuestro lado, pero cuidado con lo que le haces a ella.»
Jordan asimiló aquello con cierto sobresalto. Tal vez aquel tipo corpulento fuera algo más inteligente de lo que se rumoreaba. Daba la impresión de que Su Alteza Real ya se había percatado de que había algún motivo oculto para que él hubiera acompañado a Mara. Por fortuna, tal y como había predicho Max, el regente no hizo preguntas, sino que dirigió otra vez la atención al nuevo premio para su colección.
—He de ocuparme de que lo cuelguen inmediatamente donde pueda verlo de continuo. Y siempre me recordará a usted, encantadora criatura. —La besó en la mejilla.
—Me alegra muchísimo que le complazca.
—Por completo. ¿No le parece un cuadro magnífico, Falconridge?
—En efecto, señor.
—Bien. —El regente centró su atención en él—. ¿Cuál es su situación con esta dama? —preguntó de forma directa y alegre.
—Lady Pierson y yo fuimos presentados hace muchos años, señor. Ahora que he regresado de mi puesto en el continente, hemos estado disfrutando… renovando nuestra amistad.
Mara le sonrió, ruborizándose ligeramente.
—Entiendo —murmuró el regente, mirándole con los ojos entrecerrados—. ¿La trata bien, milady?
—Mucho.
—Bien. Cuídese de no hacer infeliz a esta preciosa dama, milord, o podría resultar que le nombraran embajador de algún lugar muy remoto y desagradable. ¿Me ha entendido, Falconridge?
—Sí, señor, perfectamente —respondió Jordan, riendo suavemente con ellos, si bien tenía la sensación de que el regente no hablaba del todo en broma.
—Su Alteza es muy galante, estoy segura —le dijo Mara al regente con tono de chanza—, pero no se preocupe. Puedo ocuparme yo sola en lo que a él se refiere.
—Avíseme si le causa algún problema.
Jordan logró esbozar una sonrisa tensa.
—Comienzo a compadecer al príncipe Leopoldo.
—Al menos usted no tiene que responder a cincuenta preguntas del Gabinete —repuso Prinny con sequedad.
—Por lady Pierson, sería un honor soportar la prueba del fuego.
—Ah, buena respuesta. —El regente asintió con aprobación.
—¡Sí que lo es! —Mara tomó a Jordan del brazo.
Justo en ese instante, la puerta se abrió de golpe; se volvieron para ver a otro renombrado dandi acercándose con paso brioso.
—¡Yarmouth! —le saludó Mara, sorprendida.
—¡Lady Pierson! ¿Lo ha abierto?
—Así es —respondió el regente con una risita.
—¿Se ha quedado mudo de asombro? ¡Fui yo quien la ayudó a escogerlo! ¡Dé el mérito a quien lo merece!
—Nuestro querido Yarmouth es un agente de arte muy dotado —rió Mara.
—Siempre me alegra poder ayudar, querida. Sobre todo si eso me proporciona una excusa para dedicarme a una de mis muchas pasiones.
El recién llegado miró a Mara de un modo que hizo que Jordan se irritase. ¿Acaso aquel hombre tenía también los ojos puestos en ella? 
Jordan sabía por su título que lord Yarmouth era el heredero del marquesado de Hertford, y había oído que probablemente era el confidente más íntimo de Prinny. Con una edad que rondaba los cuarenta años, el calvo Yarmouth tenía un aire taimado y libidinoso, tal vez un resquicio de la decadencia que representaba de manera deliberada.
Pero, al parecer, aquel hombre también tenía buen ojo para la belleza.
Contempló a Jordan con cierta suspicacia.
—¿A quién ha traído con usted, querida?
—Le presento al conde de Falconridge. Jordan, este es lord Yarmouth. El heredero del marqués de Hertford.
Jordan le hizo una reverencia.
—Es un placer, señor.
—Falconridge. —Yarmouth frunció el ceño y echó la cabeza hacia atrás, escrutándole como solo un dandi de la pandilla del regente podía hacer—. Amigo de Rotherstone, ¿verdad?
—Somos compañeros de club en Dante House, sí.
—Cierto. —Su sonrisa se tornó aprobadora—. El Club Inferno.
—Cierto. —Jordan respondió de igual modo.
—Oh, Jorge, iba a decírtelo… —repuso Yarmouth chasqueando los dedos de repente—. Rotherstone no jugará a las cartas con nosotros la semana próxima. No estoy seguro de que vuelva a hacerlo.
—¿Cómo? ¿Acaso le hemos espantado?
—Su flamante esposa no se lo permitirá. Juega demasiado fuerte.
—¡Que me aspen! —El regente se palmeó el muslo, estupefacto.
Mara enarcó las cejas.
—Disculpe mi lenguaje, lady Pierson. Lo que sucede es que nos falta un jugador. Caramba, jamás habría tomado a Rotherstone por un calzonazos. Falconridge —ordenó de pronto, lanzándole una mirada penetrante—, usted ocupará su lugar en Watier’s esta semana.
—¿Señor?
—El Club Watier’s. La habitación de arriba. Miércoles por la noche. Empezamos a las nueve en punto. ¿Está libre?
En realidad no se trataba de una pregunta. Jordan hizo una reverencia.
—Por supuesto, señor. Será un honor.
—Un momento, un momento —protestó Mara—. ¡Lord Falconridge no es de los que juegan!
—¡Perfecto! —Yarmouth sonrió de oreja a oreja—. Razón de más para invitarle, pues. No tiene cabeza para las cartas, ¿eh? Qué lástima. Es igual, aprenderá sobre la marcha.
Mara resopló, aferrándose a él como podría haberlo hecho con Thomas, pero Jordan rió ante su intento de protegerle de aquellos tahúres.
—Puedo defenderme solo, lady Pierson.
—Pero ¿seguirás siendo solvente cuando hayan terminado contigo? ¡Oh, maldición! Vamos, milord. Me llevo a lord Falconridge de aquí antes de que empiece a sospechar que solo le he atraído hasta este lugar para convertirlo en vuestra presa en las mesas de juego.
El regente y su jovial acompañante rieron, pero Mara y Jordan se despidieron sin demora y se retiraron. Ella deslizó la muñeca en el pliegue del codo de Jordan cuando dejaron el palacio para regresar a su carruaje.
«Maldición», pensó Jordan, todo había salido mejor de lo que esperaba.
Al parecer el regente tenía cerebro dentro de su cabeza.
Mientras Jordan ayudaba a Mara a montar en el carruaje, saboreó la gracilidad de sus movimientos al subir al vehículo y acomodarse en el asiento, vestida toda de encaje y pálidos volantes de muselina.
Jordan subió a continuación, tomando asiento frente a ella; el mozo cerró la portezuela y Mara le obsequió de inmediato con una sonrisa; sus ojos oscuros centelleaban de alegría.
—¿Y bien? ¿Qué opinas de nuestro Prinny? Me muero por saberlo.
Él rió con suavidad mientras el carruaje se alejaba de Carlton House.
—Creo que el cuadro le ha gustado mucho.
—¡Oh, vamos, sabes que no es eso lo que te pregunto!
—Quieres cotillear conmigo, ¿verdad?
—¡Desde luego! —exclamó.
—Pero yo no apruebo los cotilleos, lady Pierson.
—¡Deja esos aires de santurrón, milord Club Inferno! Ahora debes contarme qué se te ha pasado por la mente al conocerle. Vi tu cara y habría dado cualquier cosa por saber qué estabas pensando.
—Muy bien —respondió, riendo—. Estaba pensando que… bueno, ¿cómo decirlo? Cualquiera que crea que te estás acostando con ese hombre es un imbécil.
—¿Por qué? ¿Porque es corpulento?
—¡No! Porque no es tu tipo en absoluto.
Mara esbozó una amplia sonrisa.
—¿Y cuál es mi tipo, te lo ruego?
—Yo soy tu tipo, por supuesto. —La miró fijamente a los ojos con una sonrisa coqueta, que dejó que ella interpretara como prefiriera; como una broma o como algo en serio. Pero entonces meneó la cabeza—. El regente te mira de manera paternal. Lo cual está bien, ya que tiene edad para ser tu padre.
—Supongo que eso es cierto.
—Pero entiendo por qué disfrutas de su compañía. Parece un tipo excelente —concluyó Jordan.
Más perspicaz de lo que había esperado, sin duda.
Mara enarcó una ceja.
—No puedo creer que te hayan pedido que juegues a las cartas con ellos. Por favor, ten cuidado. Apuestan cantidades astronómicas en Watier’s.
—Eso he oído. Ah, no te preocupes. De vez en cuando, tal entretenimiento no perjudica en exceso la fortuna de un hombre… ni su carácter.
—Supongo que es cierto. Pero si se convierte en un hábito, nuestra mascarada como amantes se ha terminado. ¡A fin de cuentas, una dama tiene sus principios!
—¡No, todo menos eso! Por mi honor que te obedeceré.
Ella le devolvió la sonrisa.
Al final, miró por la ventanilla y contempló las calles pasar por el cristal.
—Entiendo por qué quieres hacer algo provechoso con tu vida —reflexionó en voz alta—. Muchos de ellos desperdician sus vidas en garitos de juego y horribles burdeles. Pero es así como encuentran emoción. —Se encogió de hombros—. Alardean de que a causa del juego han quedado al borde de la ruina más absoluta y que luego se han abierto camino hasta recuperar la solvencia, como si hubieran hecho algo heroico. Para algunos no acaba bien, me temo. Mi difunto esposo encajaba bien con ellos, y mira lo que le sucedió.
—¿Qué fue lo que le ocurrió exactamente? Si me permites que te lo pregunte.
Ella se encogió de hombros y bajó la mirada, con expresión sombría.
—Una noche salió a hacer sus fechorías de costumbre con los «muchachos». De camino a casa a altas horas de la madrugada, algo asustó a su caballo y lo arrojó al suelo. Se partió el cuello. Murió en la calle como un perro atropellado por un carruaje… solo, en plena noche. Lo más seguro es que estuviera demasiado ebrio como para darse cuenta de lo que acababa de sucederle en sus últimos momentos.
La franca narración del espantoso final de su marido le dejó helado; qué historia tan deprimente saliendo de unos labios tan preciosos.
—Lo siento. De veras. Por ti y por Thomas.
Ella le miró con recelo.
—Gracias.
—¿Alguna vez le echas de menos? —preguntó con voz queda.
Mara exhaló un suspiro, dirigiendo la vista al frente en silencio.
Jordan tomó aquello como un no.
Entonces ella le miró de reojo de manera inescrutable, como si le estuviera preguntando «¿me convierte eso en una persona horrible?». Jordan le brindó una sonrisa pesarosa, odiándose a sí mismo por todo aquello que había tenido que sufrir estando casada con Pierson.
Cuando Jack viró hacia los establos tras la casa de Mara, ella se volvió hacia Jordan.
—¿Te gustaría pasar?
—A menos que estés aburrida de mí.
—No seas bobo, no me canso de ti.
Jordan enarcó una ceja, encantado por aquel breve destello de la joven coqueta que había sido antaño, oculta en lo más recóndito de la respetable vizcondesa, pero que aún seguía allí. Una sonrisa juguetona curvó sus carnosos y tentadores labios.
—Vamos —ordenó, luego se apeó con elegancia del carruaje.
Tan pronto entraron en la casa, Thomas corrió hacia ellos y la elegante dama de la corte se convirtió al instante en la madre que adoraba con devoción a su hijo. Abrió los brazos y se agachó para coger al pequeño. Se lo puso a la cadera aun antes de haberse quitado los guantes.
—Venga, caballeros, vayamos al salón. Señora Busby, ¿tendría la bondad de ir a decirle a la cocinera que nos prepare algo de comer?
—Sí, señora.
La anciana sonrió a Jordan e hizo una reverencia antes de marchar con premura a cumplir con la tarea.
—Ah, ¿qué estás construyendo hoy, mi pequeño arquitecto? —preguntó Mara cuando dejó a Thomas en el suelo en medio de sus bloques de juguete esparcidos por la alfombra persa.
Jordan hablaba varios idiomas, pero no fue capaz de descifrar la animada respuesta del niño. Mientras Thomas se sentaba de golpe en el suelo y comenzaba a construir de nuevo, Mara se despojó de los guantes, indicándole a Jordan que tomara asiento y se pusiera cómodo.
—Enseguida vuelvo.
Después de quitarse el sombrero, entró en el vestíbulo adyacente para dejarlo, junto con los guantes, el chal y el bolso. Durante el breve instante en que ella desapareció, Thomas se volvió para mirar a Jordan; este fijó los ojos en el pequeño y enarcó una ceja de manera inquisitiva.
El niño cogió uno de los bloques y balbuceó de nuevo, haciendo otra pregunta no del todo coherente.
Jordan frunció el ceño mientras examinaba los grandes ojos castaños de Thomas, y entonces, de repente, lo comprendió.
—¡Oh! ¡De acuerdo! Será un honor unirme a ti, lord Pierson. Has de saber que en mi época fui un constructor de bloques muy bueno. —Se quitó la chaqueta y se sentó en el suelo junto al golfillo—. Bien, pues. Veamos qué tenemos aquí…
Thomas le contempló maravillado y con incertidumbre cuando Jordan se puso a construir una pequeña torre con los bloques. Cuando estuvo terminada, le brindó una sonrisa al pequeño y señaló hacia el monumento.
—Ahora viene la mejor parte. ¿Quieres derrumbarla?
Thomas se acercó a la torre, se agachó y la derribó con su diminuta manita. Los bloques salieron volando, y el muchacho rió con ganas.
Jordan rió con él.
—¡Tu turno! Veamos lo alto que puedes construir. —Señaló los bloques y el niño se puso manos a la obra con aire grave y diligente. 
A Jordan le hizo gracia la firme concentración que el pequeño ponía en la tarea, cuando de repente reparó en Mara, de pie en la entrada, observándole con los ojos empañados. Entonces entró, con un ligero rubor por haber sido pillada in fraganti. Jordan le sostuvo la mirada con afecto mientras se ahuecaba las faldas y se sentaba con ellos en el suelo.
Jordan encontró curiosos los sentimientos que en esos momentos le embargaban. Saboreó la inesperada impresión de sentirse en casa. Pero fue efímera, ya que la interrumpió una fuerte llamada a la puerta, audible desde el vestíbulo adyacente.
El mayordomo, Reese, fue a abrir, pero en cuanto lo hizo Delilah irrumpió con un angustiado aire melodramático.
—¡Mara… querida! —dijo con un exagerado sollozo, echando un vistazo a la escalera donde estaba situada la sala.
Mara palideció, enfrentándose a la mirada de Jordan cuando este enarcó una ceja, pero se puso en pie con celeridad y salió corriendo al encuentro de su llorosa amiga.
—¡Estoy aquí! Delilah, cielo, ¿qué sucede?
—Oh, Mara… ¡es Cole! ¡Le desprecio!
Jordan miró con pesar a Thomas.
—¡Mujeres! —le susurró, de hombre a hombre.
—¡No pienso volver a dirigirle la palabra! Oh, pero no importa… él también me odia. ¡Hemos tenido una horrible pelea!
—¿Otra vez? —inquirió Mara, comprensiva.
—Ejem —Jordan se aclaró la garganta de forma educada, fingiendo no percatarse de las lágrimas ni de la expresión indignada de Delilah al ver que Mara no podría dejarlo todo por ella.
—No deseo interrumpir —repuso Delilah con un gimoteo mártir.
Jordan la contempló fríamente y luego miró a Mara.
—¿Por qué no me llevo a Thomas a los establos para echar un vistazo a los caballos? Haremos una agradable visita a Jack.
—Oh, no tienes por qué hacer eso…
—No es molestia. Estaremos bien. Y estoy seguro de que a la señora Busby no le vendrá mal un descanso. Vamos, chiquitín. —Cogió a Thomas en brazos con facilidad—. Salgamos de este nido y vamos a tomar un poco el sol.
Le lanzó a Mara una mirada tranquilizadora, pero después de escuchar la morbosa historia de la muerte del padre de Thomas, no podía dejar de pensar en lo injusto que era que aquel niño tan bueno creciera sin nadie que le enseñara a ser un hombre y, además, un aristócrata.
—Ven a buscarnos cuando hayas terminado —agregó—. Vamos, muchacho —ordenó con suavidad.
Cogió su chaqueta y envolvió a Thomas con ella. Luego se llevó al niño fuera, dejando a las dos mujeres boquiabiertas mientras le veían marchar.
—¡Vaya! Es una suerte ver que no todos los hombres son unos absolutos perros sarnosos.
Aparentemente aliviada por haberse deshecho de ellos, Delilah se recogió las faldas y entró en el salón, apartando de una patada un bloque con la puntera antes de dejarse caer en el sillón.
Todavía estupefacta, Mara tardó un poco en ir tras ella, pues continuó contemplando a Jordan llevarse a Thomas hacia la salida posterior de la casa. Por encima del hombro de Jordan pudo ver la cara de su hijo; su expresión era sorprendente, ansioso por vivir cualquier aventura que se le presentara, a gusto con su nuevo amigo alto y protector.
—¡Ese odioso cretino ha intentado darme un ultimátum…! ¡A mí! ¡Me llamó egoísta, mimada y libertina! ¿Puedes creer lo que ha hecho ese bárbaro? ¡No pienso volver a hablarle!
Mara se inquietó un poco por su amiga, aunque en realidad no estaba preocupada. Las peleas entre Delilah y Cole ya eran rutina. Cuando su amiga hubo desahogado toda su ira y frustración en el salón, se animó, sintiéndose visiblemente mejor.
—Me iré a Bath a tomar las aguas —declaró Delilah, sonándose la nariz con el pañuelo de manera delicada—. Eso me calmará los nervios… y entonces me echará de menos, ¿verdad? ¡Eso le enseñará!
—Estoy segura de que entrará en razón y te pedirá que le perdones cuando tenga algo de tiempo.
—Bueno, me da igual si se arrastra a cuatro patas. Es un diablo. ¡Hombres! No merecen la pena, ¿acaso no te has dado cuenta? Fingen que se preocupan. ¡Lo único que hacen es mentir!
Cuando Delilah se despidió de ella con un beso en la mejilla, Mara se sentía completamente agotada. Exhalando un suspiro, se levantó con esfuerzo del sofá y, arrastrando los pies, fue a reunirse con Jordan y con su hijo.
Se detuvo en la entrada, asediada por una oleada de ternura al verles juntos. Jordan llevaba todavía en brazos a Thomas, que daba palmaditas con cuidado al cuello del alto corcel blanco en que había llegado el conde.
Su sonrisa se hizo más amplia cuando salió para unirse a ellos. Thomas reaccionó de manera excitada nada más verla, agitando las piernas.
—¡He acariciado al caballito, mamá!
—Sí que lo ha hecho. —Jordan dejó que el niño se estirara hasta los brazos de su madre, pero se quedó con su chaqueta. Thomas se aferró al cuello de Mara, si bien se volvió y siguió mirando a Jordan, como si no quisiera perderle de vista tampoco a él—. ¿Cómo se encuentra Delilah?
—Oh, esto ocurre cada dos por tres —susurró—. Se pondrá bien. Se pasan quince días sin dirigirse la palabra, luego hacen las paces y todo vuelve a empezar al mes siguiente.
—Parece agotador.
Ella rió entre dientes.
—Lo es, créeme.
—Bueno, querida —murmuró, recorriendo sus labios con la mirada—. Debería irme.
—Gracias por cuidar de él. ¿Qué tal os habéis llevado los dos?
—Ah, es un niño muy tranquilo y listo. Tiene un carácter alegre, ¿verdad?
—Sí. —Un estremecimiento de felicidad la recorrió al escuchar que el hombre de sus sueños había elogiado al pequeño que era su orgullo y su alegría—. ¿Cuándo te veré de nuevo?
Jordan se puso la chaqueta y se volvió hacia su caballo, dejando caer los estribos, que había colocado sobre la silla.
—¿Mañana?
—Oh… no puedo. Acabo de acordarme de que tengo que ir a casa de mis padres. Vamos dos veces al mes a comer con ellos.
Jordan la miró sorprendido.
—Ansiosa por que te castiguen, ¿eh?
—Ya, ya —le censuró, esforzándose por reprimir una sonrisa—. Puedes acompañarnos.
—No me gustaría molestar.
—Desde luego que no. Lo entiendo. No son la mejor de las compañías.
Jordan la estudió.
—¿Te ayudaría que estuviera allí contigo? ¿Para prestarte apoyo moral? —preguntó con voz queda.
—Ah, ¿lo harías? —exclamó.
Él esbozó una sutil sonrisa de complicidad.
—¿A qué hora quieres que esté aquí?
—¡Ay, eres un ángel! ¿Verdad que sí, Thomas?
—Yo no estoy tan seguro —replicó Jordan.
—Si estás aquí a las once y media llegaremos a tiempo para almorzar. A las dos en punto, todos los días durante mil años.
—De acuerdo. No digas que nunca te he hecho ningún favor.
Se inclinó y la besó en la mejilla; luego se despidió de Thomas, acariciando con ligereza la cabecita del pequeño. A continuación, dio media vuelta y se montó en su caballo.
Mara le contempló con el corazón alegre.
—Di adiós, Thomas. —Animó al niño para que agitara la mano en despedida al conde, tal y como hacía ella.
Jordan les lanzó un beso y luego se puso en marcha.
Mara abrazó a su hijo mientras él se alejaba a lomos de su corcel blanco.
—Es realmente maravilloso, ¿no crees, Thomas? —susurró—. ¡Qué sabrá Delilah! No todos los hombres son unos embusteros.

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