miércoles, 16 de mayo de 2012

Mi Irresistible Earl. Capítulo 9


Mi Irresistible Earl. Capítulo 9


9


Lady Bryce no podría haber sido más dulce con su invitado de honor al día siguiente, por perpleja que pudiera sentirse por dentro al sorprenderse cara a cara con la única persona ajena a la familia que alguna vez la había escuchado flagelar verbalmente a su hija. 
Sin duda esperaba que aquel incidente ya estuviera olvidado y optó por centrarse en el hecho de que tener a un conde sentado a su mesa era un triunfo a su favor, sobre todo tratándose de una especie de embajador, apuesto y mundano, que parecía absolutamente leal a su hija aun después de pasados tantos años. 
Entretanto, Mara era un manojo de nervios como de costumbre en compañía de sus padres. Durante el trayecto le había dado al pobre Jordan más sugerencias e instrucciones para bregar con ellos y más avisos advirtiéndole qué no debía decir de los que probablemente había recibido en el Ministerio de Asuntos Exteriores antes de que le enviaran a alguna embajada lejana. 
Finalmente él se había echado a reír y le había dicho que se relajara. 
—No carezco totalmente de sofisticación, ¿sabes? 
Ella se había disculpado con gesto avergonzado. Pero en esos momentos se daba cuenta de que no había sido necesario que se preocupara. 
Pese a que seguía sintiéndose mortificada, bien porque sus padres pudieran avergonzarla, bien porque le dijeran alguna grosería a Jordan, sus dotes diplomáticas le resultaron útiles. Cuando su madre se mostraba indiscreta y su padre gruñía, él permanecía imperturbable, afable por encima de todo. 
Con el ojo perspicaz y la innata paciencia de un perro pastor guiando a un rebaño de difíciles ovejas lejos del peligro, empleó su aparentemente infinito arsenal de anécdotas divertidas para redirigir la conversación siempre que sus padres comenzaban a reñir, a enfadarse el uno con el otro o daban indicios de disponerse a criticarla a ella. 
Mara podría haberle besado por ello. 
Mientras la comida tenía lugar y Jordan imponía calma en la tormenta que siempre había sido la casa de su familia, Mara no pudo ignorar por más tiempo el cambio que últimamente se había obrado en sus sentimientos hacia él. 
Jordan era muy distinto a todos aquellos que formaban parte de su vida. Muy sensato y cuerdo. Estar a su lado resultaba fácil y natural. 
Incluso en esos instantes, observándole distraer y cautivar a sus padres, era muy consciente de que aquel era su modo callado de protegerla. Siempre que sus padres emprendían el ataque, él lo desviaba con un diestro giro de la conversación, apartando su atención de los supuestos defectos y fallos con una pregunta inocente sobre algún otro tema. 
Le maravillaba su habilidad y en el fondo de su alma comprendió que Jordan no iba a consentir que ellos le hicieran daño. 
Ese día no. No mientras él estuviera allí. 
Mara ya no estaba en inferioridad numérica. 
Mirándole desde el otro lado de la mesa, donde se servía el habitual rosbif en la misma vajilla de porcelana que su madre había usado desde que se casó, Mara supo que si no se andaba con cuidado volvería a dejarse llevar por su corazón, con la rapidez con que lo había hecho hacía tantos años, como un caballo salvaje que se escapa del cercado, alejándose al galope por algún camino iluminado por la luna. 
Su falta de precaución le había causado tanto dolor y una decepción tan amarga que esta vez se había esforzado por reprimir sus emociones hacia él. A fin de cuentas, Jordan y ella habían convenido que solo eran amigos. ¡Había sido ella quien había insistido! 
«Sí, pero… mírale.» Delilah tenía razón. Era muy guapo. Perfecto. Y más atractivo cada día que pasaba. 
Cuando él se lamió los labios después de tomar un sorbo del vino que acompañaba la comida, Mara tembló y bajó la mirada. 
Pues claro que era guapo, con un peculiar carisma que la traspasaba a pesar de su aire sobrio. Era más que eso. Más que la masculina elegancia de su postura relajada mientras se inclinaba en su asiento con una inteligente media sonrisa, escuchando las bravatas de su padre con impecable ecuanimidad. 
Para ella, su atractivo era mucho más que físico. 
Jordan hacía que se sintiera… segura. 
Consiguió que sir Dunstan Bryce ensalzara las virtudes de la trucha y el tímalo y los mejores lugares para pescar de aquella zona. ¿Cómo había descubierto en menos de media hora uno de los pocos temas con los que disfrutaba su padre? 
Era increíblemente listo. Más aún, era amable. 
Todo en él proclamaba sólida respetabilidad; una rara cualidad que cualquier mujer adulta con dos dedos de frente no podía evitar encontrar devastadoramente atractiva. Y sin embargo, tuvo que recordarse a sí misma, aquel era el hombre que se había alejado de ella. «Quizá no estábamos preparados entonces.» 
Lo único que sabía, cuando elevó la mirada y le contempló desde el otro lado de la mesa, era que ahora sí estaba preparada. 
Preparada para él. 
El anhelante deseo que corría por sus venas le resultaba muy extraño. No podía pasarse el resto de sus días sin saber cómo habría sido hacer el amor con él, con aquel hombre al que había deseado toda su vida. 
Cuando se marcharon de casa de sus padres, Mara se sentía muy extraña. Con Jack en el pescante, Jordan y ella se recostaron contra los cojines mientras el carruaje continuaba su camino, exhaustos por la visita. 
La señora Busby y Thomas estaban sentados enfrente de ellos. Habían disfrutado de la visita más tranquila de todas, pues sir Dunstan y lady Bryce solo gozaban de la presencia de su nieto hasta que el pequeño empezaba a actuar como el niño que era. Ante el primer indicio de gimoteos o lágrimas, fruncían el ceño y comenzaban a criticar, lo cual indicaba a Mara que había llegado el momento de marcharse. Una cosa era que le gritaran a ella, pero no tenía la más mínima intención de consentir que hicieran lo mismo con su hijo. 
Se despidieron con la mano cuando el carruaje emprendió la marcha por el camino de entrada, pero si bien Thomas parecía ser el único al que aún le quedaba algo de energía, Mara reparó en que no se sentía tan apagada y abatida como solía cada vez que terminaba la visita. Tal vez porque en esa ocasión había sido Jordan quien había cargado con la peor parte. 
—Maldición —masculló finalmente Jordan—. Y yo que pensaba que había trabajado duro en el Congreso de Viena. 
—Lamento… 
—No, no. No son tan malos —repuso con una carcajada cansada. 
—Eres una bendición del cielo. 
—¿Cómo te sientes? Esa es la verdadera prueba. 
Mara buscó en el fondo de su corazón. 
—Ilesa. 
—Bien. Llámame siempre que me necesites. 
La sonrisa íntima que le lanzó la llenó de una gratitud mayor hacia él de lo que podía expresar de forma decente delante de su hijo y de la señora Busby. 
La ardiente oleada de deseo que recorrió su cuerpo la dejó un tanto aturdida. No había albergado tales sentimientos en todos los años que había durado su matrimonio. Bajó la mirada, consciente de pronto de cada centímetro del hombre alto, fuerte y apuesto que tenía a su lado. Dios bendito, había olvidado por completo aquella juvenil y estimulante sensación. 
Deseo. 
La marea de renacida pasión cobró vida en las entrañas de su cuerpo aletargado y se extendió con temeraria celeridad, haciendo vibrar todas sus terminaciones nerviosas. 
Por extraño que pudiera resultar, en lugar de sentirse confundida, de repente volvía a ser la de antaño… alguien que ni siquiera se había dado cuenta de que, con los años, había ido diluyéndose. La auténtica Mara. Con sus defectos y virtudes, sus pasiones, sus rarezas… Daba la impresión de que había estado luchando a fin de reunir el coraje para ser ella misma. Sin importar quién pudiera desaprobarla. 
Alargó el brazo de manera pausada y tomó la mano de Jordan. Él la miró sorprendido, pero Mara clavó los ojos en él en sobrio silencio mientras Thomas continuaba balbuceando. 
Jordan frunció el ceño. 
—¿Estás bien? —murmuró con tierna preocupación. 
Mara asintió sin decir palabra; su corazón estaba demasiado henchido para poder explicarlo. La ardiente mezcla de emociones que se agolpaban en su interior solo podía comunicarse mediante la acción. 
A pesar de que Jordan escrutó su rostro con expresión de curiosidad, no la cuestionó. No delante del pequeño. Tan solo cerró los dedos en torno a los de ella. 
Mara se mordió el labio al sentir el contacto de su palma contra la suya; entonces fue cuando él comenzó a comprender que ella le deseaba. Tal vez reparó en el rápido palpitar de su pulso en la muñeca allí donde sus manos se tocaban. 
Su expresión se tornó seria, y cuando la miró de nuevo, sus ojos azules se habían oscurecido. Su respuesta inmediata, tan descarnada como la de ella, hizo que Mara contuviera el aliento. Su respiración se hizo más profunda y Jordan le asió la mano con algo más de firmeza. 
La señora Busby miraba educadamente por la ventanilla o mantenía la atención centrada en el niño. 
—¡Ya estamos, señorito Thomas! —dijo, cuando llegaron al fin. 
El tiempo se hizo cruelmente eterno hasta que el carruaje se detuvo en el angosto patio detrás de la casa de Great Cumberland Street. 
La niñera cogió de inmediato a Thomas y se apeó del vehículo, como si el pequeño y ella no pudieran escapar lo bastante rápido de allí. 
Mara se sonrojó, sintiendo el sensual contacto de Jordan que la impedía echarse atrás, advirtiéndole de que no se le ocurriera siquiera salir del carruaje. Y no lo hizo. 
—Nosotros… esto… enseguida vamos —dijo a la señora Busby, que llevaba a Thomas de la mano. 
—Sí, señora. Venga, querido muchachito.
Sin tan siquiera esperar al mozo, Mara se estiró y cerró la portezuela de golpe. Jordan la atrajo hacia él, clavando en ella su mirada ardiente. 
—Ven aquí —susurró. 
Ella obedeció, rodeándole con sus brazos. Entonces él la besó con explosiva pasión, acariciándole el cabello mientras se apoderaba de su boca, una y otra vez, como si no tuviera suficiente de ella. A Mara se le encogieron los dedos de los pies dentro de sus escarpines de satén. 
Su sabor penetraba sus sentidos mientras se aferraba a los anchos hombros de Jordan con aniñada emoción. Él le acarició el rostro con las yemas de los dedos y bebió de sus labios con tal reverencia que la asombró y aumentó su excitación. 
Aquel hombre se preocupaba por ella. No necesitaba palabras para decírselo. Podía percibirlo en el modo en que la tocaba. Con el carruaje ya estacionado en las cocheras, pudieron escuchar a los mozos desenganchando el arnés y el sonido de los cascos de los caballos que eran conducidos a sus casillas. Sin duda los muchachos estarían sonriendo de oreja a oreja, y los cotilleos de los criados habrían recorrido la vecindad al anochecer. 
A Mara no le importó. Y desde luego tampoco a Jordan. Cuando las yemas de sus dedos descendieron de su mejilla a un lado de su cuello, bajando a su pecho hasta que su mano diestra se amoldó a la curva de su seno, fue evidente que él estaba preparado para todo. 
Cuando perdió intensidad, simplemente por su indecisión, Jordan se detuvo. 
—¿Te parece bien esto? 
—Sí, desde luego… pero me pregunto si no deberíamos entrar. 
La candente profundidad de sus ojos se tornó en una llama cuando los clavó en ella de manera inquisitiva. «¿A tu cama?», le preguntó con su penetrante mirada. 
Mara notó que se le formaba un nudo en la garganta, su pulso se aceleró y sus mejillas adquirieron un tono escarlata. Desvió la vista nerviosamente hacia la ventanilla del carruaje, cubierta por la cortinilla. 
—Tal vez no. No puedo presentarme ante la señora Busby cuando me has puesto en semejante estado. 
—Lo siento mucho —ronroneó él con una sonrisa pícara. 
Aquello la cautivó de tal modo que no tuvo otra opción que agarrarle y besarle de nuevo. 
Jordan dejó escapar un gruñido divertido de placer cuando ella devoró su boca con aquel beso. 
—Asumo que he hecho algo bien —jadeó cuando ella le dejó tomar aire. 
Mara le agarró de las solapas con ternura, respirando con fuerza. 
—Todo lo haces bien, Jordan. Es tu cualidad más exasperante. 
—¿Qué? —replicó el conde. 
—¡Eres prácticamente perfecto! ¿Cómo puede una mujer resistirse a un hombre así? 
—No soy perfecto, Mara. Tú sí lo eres. 
—¿Lo ves? —Ella rió, embriagada por el deseo—. Acabas de demostrar lo que he dicho. 
—Te adoro. Es lo único que sé. He soñado con esto desde siempre. 
—Oh, Jordan, también yo. —Cerró los ojos, apoyando la frente contra la de él, dominada por una oleada de alocado anhelo—. No puedo esperar más —repuso con voz entrecortada. 
Los labios de Jordan buscaron los suyos de inmediato. Con suavidad, la apartó un poco para reclinarla suavemente sobre su regazo, sin dejar de abrazarla. Ella continuó rodeándole el cuello con los brazos sin demasiada fuerza, pero aquella posición dejaba la mano derecha de Jordan libre para vagar por su cuerpo, mientras que le sujetaba la espalda con la izquierda. 
Mara mantuvo los ojos cerrados con entusiasta anticipación, rindiéndose a su contacto mientras exploraba su cuerpo… hasta que de repente recordó lo desagradable que el acto conyugal había sido con su difunto esposo. 
«Oh, Dios santo.» Se quedó petrificada. Quizá aquello no fuese tan buena idea. Sin que Jordan supiera nada, absorto como estaba besándola y acariciándola, como si cada centímetro de su ser fuera algo precioso para él, los viejos temores comenzaron a adueñarse de su cabeza. ¿Y si todo salía mal? ¿Y si, al igual que Pierson, encontraba deficiente su comportamiento en el lecho? 
Se moriría de vergüenza si le decepcionaba cuando ambos habían esperado años para estar juntos. 
¿Y si no podía satisfacerle? ¿Y si se enfadaba con ella por no ser buena haciendo el amor? 
Pierson ni siquiera había sido capaz de permanecer excitado las pocas veces que habían estado juntos y, como era natural, le había echado la culpa a ella. Eso siempre había provocado peleas. Dios bendito, había detestado yacer debajo de él, el olor a licor rancio de su aliento rozándole la cara. Aquellas embarazosas noches se habían convertido en un deber desagradable, una humillante tarea ocasional… para ambos. El único motivo había sido el de tener un hijo. 
Thomas había merecido toda molestia que había tenido que sufrir, pero su escasa experiencia en el lecho conyugal le había provocado un aluvión de ansiedades que en esos instantes la atormentaban. 
Una cosa era saber que no había logrado impresionar a su esposo, pero ¿y si su ineptitud hacía que Jordan perdiera el interés? Por Dios, ¿y si se reía de ella? Conocía su irónico sentido del humor. Pero ¿qué hombre no se reiría si después de fantasear con una mujer, cuando por fin era suya se daba cuenta de que no era ni mucho menos un magnífico premio? 
Sus temores continuaron invadiéndola, aterrorizándola en parte al tiempo que trataba de ocultar su lucha interna. 
En ninguna de aquellas desagradables ocasiones, se recordó Mara, Pierson la había tocado de ese modo. No había motivo para pensar que sería igual con Jordan. 
Sus caricias recorrieron su cuerpo, bajaron por su muslo encendiendo su piel, pero de pronto se percató de que no era capaz de relajarse. «Estás corriendo un enorme riesgo.» 
¿Y si la hermosa amistad que habían rescatado del pasado se arruinaba por aquel paso trascendental? 
Sin poder seguir conteniéndose, Mara bajó la mano y le detuvo. 
—Jordan, espera. 
Sus dedos habían estado atendiendo su tobillo y permanecían allí con la clara intención de ascender por debajo de sus faldas. Levantó su mirada curiosa hacia ella, con expresión perezosa; la sensualidad ardía en sus ojos azules. 
—¿Qué sucede, cariño? —susurró con voz pastosa. 
—Eh… —Mara se incorporó, respirando de manera agitada. 
El deseo que empañaba sus ojos se disipó un poco. 
—¿Ocurre algo? 
Durante un segundo, ella le sostuvo la mirada de manera implorante; luego la apartó, sintiéndose completamente estúpida. 
—Yo… no es nada. No importa. 
Jordan enarcó una ceja. 
—¿Cómo dices? 
Mara se estremeció. 
—Lo siento. 
Él la miró fijamente. 
—¿He hecho algo mal? 
—¡No! No. Francamente, no se trata de ti; se trata de mí. —Bajó la vista, haciendo una mueca—. Lo siento mucho. Sé que parezco una idiota. Pero creo que… esto… he perdido el valor. 
—Ah —dijo Jordan de modo pausado, la viva estampa de un hombre confuso; no, de un caballero—. Entiendo. Sí, por supuesto. —Casi logró disimular una mueca de dolor. A continuación, se aclaró la garganta y asintió—. Como desees, querida. —Inspiró hondo y adoptó una irónica sonrisa forzada—. Voy a necesitar un momento si quieres que entremos. 
Mara escrutó su rostro, frunciendo el ceño. ¿Ni la más mínima señal de indignación? ¿Tampoco de enfado ni de recriminación? 
—Lo siento muchísimo —repuso—. No sé qué me pasa. 
—No te pasa nada, estoy seguro. Una dama puede cambiar de parecer. Sin preguntas. 
—Oh —adujo, cautelosa. 
—Si te he asustado de algún modo, no pretendía… 
—¡No! No lo has hecho. Lo que sucede es que… estoy muy nerviosa —confesó, encogiéndose de hombros con desdicha. 
—Oh, cielo, ¿por qué? —murmuró, bajando la mano por su espalda—. No tienes nada que temer de mí. 
—Lo sé. Pero, verás, estoy falta de práctica. —Se sonrojó con la intensidad de cualquier virgen—. No he… ya sabes… en casi tres años, y lo cierto es que nunca fui lo que se dice una experta. 
—Vamos, tranquila, cielo —la reconfortó con afectuosa diversión—. No quiero a alguien que sea una experta. Solo te quiero a ti. 
—Bueno, pues tiene que pasarme algo, porque nunca he disfrutado de ello. 
Jordan la estudió durante largo rato, con los ojos colmados de ternura. 
—Mara, cielo mío, ¿alguna vez has tenido un orgasmo? 
—¿Qué es eso? —respondió ella con tono apagado. 
—Pobrecita mía. —La besó en el cuello y susurró—: Qué situación tan trágica. 
—Ni que lo digas. 
—Tienes necesidades, Mara. Eres una mujer adulta. 
—Sí, pero ¿y si no… puedo? 
—¿Eres consciente de que se trata de algo que puede aprenderse? Con el profesor adecuado, claro está. Alguien paciente, en quien confíes. ¿Confías en mí, Mara? 
Ella suspiró cuando sus labios le rozaron la garganta. 
—Sí. 
—Entonces no te preocupes. Déjate llevar. Si me pides que me detenga, lo haré. Pero entretanto me has arrojado el guante —murmuró contra su piel— y has hecho que desee demostrarte que puedes disfrutar haciendo el amor. Que lo deseo con todo mi ser. 
Una nueva oleada de calor comenzó a deshacer el nudo que se le había formado en el estómago. Podía sentir la tensión mitigarse, el rubor retornó a sus mejillas, si bien bajó la mirada, observando sus manos deslizarse por los anchos hombros de Jordan. 
—¿Me deseas, Mara? 
—Oh, sí… muchísimo —repuso con voz entrecortada mientras con el pulgar él le rozaba el pezón por encima de la tela del vestido—. Pero ¿y si esto cambia las cosas entre nosotros? —Se sintió débil por un segundo—. Ahora que por fin has regresado a mi vida… me haces muy feliz. No quiero que esto se interponga entre nosotros. 
Jordan se detuvo y la miró con añoranza. 
—Qué inocente eres aún. Tan tímida y con los nervios a flor de piel. No tenía ni idea. Ven aquí, corazón. Deja que te abrace. 
Mara no estaba segura de cómo debía tomarse sus comentarios, pero cuando él le brindó una sonrisa consoladora, aceptó su invitación de buen grado. Jordan la estrechó en un abrazo que le ofrecía seguridad, paciencia y ternura. Lo más cerca que jamás había estado del amor. Ella le rodeó el cuello con los brazos y cerró los ojos. 
Se abrazaron en silencio durante largo rato. Jordan la acarició hasta que una profunda satisfacción disipó poco a poco toda la ansiedad que se había acumulado en su cuerpo… o, más bien, cambió la naturaleza de aquella tensión física, desplazando su localización… más abajo. 
La rigidez de sus hombros comenzó a mitigarse, a descender para convertirse en un cosquilleo en su vientre, una necesidad que empezó a correr por sus venas. 
Allá donde sus cuerpos se tocaban, Mara se volvía más consciente de él como hombre, de los duros y suaves contornos de su musculosa figura… 
—¿Y bien? ¿Qué opinas? —murmuró al fin, besándola en la frente—. ¿Quieres que entremos ahora? 
Al ver que Mara guardaba silencio, Jordan se retiró un poco y la miró con expresión inquisitiva; enarcó una ceja cuando contempló el deseo reflejado en su rostro. 
—Bueno, no hay prisa, ¿verdad? —susurró Mara. 
Jordan meneó la cabeza, mirándola con embelesada aprobación. 
—En absoluto. No tengo que ir a ningún lado. Soy todo tuyo —agregó mientras el ardor latente en sus ojos azules se tornaba de nuevo en una hoguera. 
—Hum, me pregunto qué voy a hacer contigo… 
—Eso depende por completo de ti. —Se recostó contra los cojines en una actitud que la invitaba a hacer cuanto gustara. 
Su oferta fue una tentación mayor de lo que pudo resistir. 
Con el corazón acelerado, Mara se inclinó y le rozó apenas la mejilla con los labios, comenzando con absoluto cuidado. Su piel era cálida y suave; su bien rasurada mandíbula, fuerte y cuadrada; también le besó ahí sujetándose a sus hombros. Él le hizo apoyar la cabeza contra los cojines, dejando escapar un profundo suspiro de placer mientras ella le besaba y mordisqueaba el lóbulo de la oreja. 
—Me estás seduciendo, Mara. 
—Estoy segura de que no sabría cómo hacerlo. 
—Confía en mí, esto se te da mejor de lo que imaginas. —Le llevó la mano con suavidad hasta la palpitante evidencia de su deseo. 
Mara enarcó las cejas y el corazón le dio un vuelco al amoldar su mano al enorme bulto en los pantalones de Jordan, recordando la falta de interés de su marido, y pensó con pícara aprobación: «Esto sí que es una verga». 
No había duda de que aquel hombre la deseaba. 
—Realmente impresionante, milord —dijo con voz entrecortada. 
—¿Me crees ahora? 
—¿Cómo no hacerlo con semejante… prueba sólida en mi mano, por decirlo de algún modo? 
Jordan dejó escapar una carcajada ronca ante su ocurrencia. Era evidente que su timidez estaba esfumándose. Prácticamente desapareció cuando él gimió suavemente, disfrutando del apretón de su mano mientras le acariciaba por encima de los pantalones. 
A pesar de que aún tenía las mejillas ardiendo, sentía un cálido cosquilleo en la piel. 
—¿Y bien? —continuó él con tono suave; todo un diplomático—. ¿En qué puedo ayudarte, milady? 
—Hum… —Recorrió su musculoso cuerpo con mirada posesiva—. Quítate la chaqueta —ordenó con una placentera media sonrisa al tiempo que el pulso se le disparaba. 
—Una idea excelente. 
En los cerrados confines del carruaje, ella le ayudó a sacar los brazos por las impecables mangas de su levita. 
Mientras intercambiaban posiciones, Jordan le robó un beso en el cuello, haciéndola estremecer cuando sus cálidos y sedosos labios se demoraron trazando un sendero por su garganta. 
Mara cerró los ojos, dejando escapar un hondo suspiro agitado cuando su boca se entreabrió contra su carne. Ella le asió la cabeza, deleitándose con sus besos bajo el lóbulo de la oreja, enroscando los dedos en su corto y suave cabello. 
Jordan gimió de placer al sentir su contacto, alentándola a continuar. Le acarició los hombros, subiendo la mano por su torso… hasta llegar a su bien almidonado corbatín. 
Sin detenerse a pensar, Mara tiró de un extremo pulcramente doblado del sencillo nudo, liberándolo. Con la ayuda de Jordan, se lo quitó del cuello. 
Era la primera vez que lo veía sin corbatín. La profunda uve de su camisa se abrió hasta el comienzo de su chaleco abotonado. Se echó hacia atrás para contemplarle y enseguida quedó cautivada por el amplio sendero que iba desde su garganta desnuda hacia su musculoso pecho. Fascinada por el maravilloso nuevo territorio que había descubierto, Mara fue incapaz de impedir que sus dedos siguieran a su mirada. 
La piel de Jordan era caliente y suave al tacto; las yemas de sus dedos rozaron la áspera textura de su barba incipiente después de haber pasado tantas horas desde que se había afeitado esa mañana. Tocó la nuez de su cuello y la vulnerable oquedad que había debajo, aquel atrayente hueco entre la masculina elegancia de su clavícula. Y entonces su mano descendió hacia el fuerte valle central entre las esculpidas elevaciones de sus músculos pectorales. 
—Eres… un hombre hermoso. 
—No estoy mal —replicó él con una encantadora sonrisa. 
Mara le lanzó una mirada sardónica, luego se acercó y le besó en el cuello, tal y como él había hecho con ella. 
Jordan se quedó inmóvil, saboreando la suave presión de sus labios contra su yugular; notó que se le formaba un nudo en la garganta. Mara podía sentir su pulso palpitar bajo su boca, pero él no se movió; apenas si respiraba, como si temiera espantarla. 
No tendría que haberse preocupado. 
Los aletargados instintos de Mara estaban empezando a asumir el control, su cuerpo respondió por fin tal y como la naturaleza había deseado que hiciera. 
¡Aleluya! Todo su ser estaba cobrando vida de nuevo. 
Su corazón estaba reuniendo fuerzas mientras deslizaba la mano con impaciencia por las ahora accesibles regiones ocultas bajo su camisa suelta. Con fascinada admiración, exploró sus hombros y bajó por su pecho. Un momento después, Jordan hizo lo mismo con ella, al parecer incapaz de contenerse. 
La atrajo contra su cuerpo. Mara se subió a horcajadas sobre él en el asiento del carruaje. Mientras sus atenciones abandonaban su cuello para reclamar la boca de Jordan en un profundo y devorador beso, él le aferraba las caderas a través de las capas de faldas. 
De pronto ambos estaban ardiendo, dos jóvenes acariciándose de nuevo el uno al otro, dejando a un lado toda su supuesta sofisticación en una vorágine de deseo cada vez más intensa. 
Con las manos aún dentro de su camisa abierta, Mara continuó maravillándose al sentir su pecho desnudo, sus calientes y duros músculos bajo la aterciopelada piel. Entretanto, las manos de Jordan ascendieron hasta ceñirle el talle. Cuando le tomó los pechos, ella volcó toda su atención en él. Dejó de besarle a la espera de ver qué iba a hacer. Luego, a través del vestido, con unos pocos y pausados roces de sus pulgares sobre los pezones la arrastró a un estado de febril excitación. 
Un torrente de feroz necesidad la hizo estremecer. 
Bajo los pliegues de sus faldas de muselina, separó las rodillas para asentar mejor su peso sobre él hasta que su centro quedó de manera firme y punzante en contacto con la palpitante dureza escondida dentro de sus pantalones. Mara temblaba mientras le besaba con frenesí, moviéndose agitadamente sobre su regazo de un modo nada propio de una dama. Casi fuera de sí, liberó su frustración en un susurro: 
—¡Jordan, por favor! 
Él se detuvo, lanzándole una sonrisa perversa. 
—Por favor ¿qué, Mara? 
—Eres un diablillo. 
—¿Quién, yo? 
Uno de sus elegantes dedos comenzó a levantarle el bajo de las faldas. 
El pecho de Mara subía y bajaba de modo agitado. Aquel hombre la tenía en la palma de su mano en esos instantes y ni siquiera le importaba. Una emoción absoluta y pura corrió por sus venas cuando las manos de Jordan desaparecieron bajo la fina tela, tratando de llegar a la pretina de sus pantalones. 
Los labios de Jordan se curvaron ligeramente, un acto que suscitó un suspiro impaciente por parte de Mara. Le miró con jadeante anticipación mientras él se liberaba de la contención de su ropa. Pero cuando se inclinó para besarle de nuevo, una dolorosa expresión de necesidad revoloteó en su esculpido semblante. 
—Oh, Dios, Mara, ¿estás segura? —susurró mientras guiaba su largo y rígido miembro hacia el empapado umbral de su sexo—. ¿De verdad es esto lo que quieres? 
Su respuesta fue un apasionado beso de trémula intensidad. 
—Te necesito, mi único amor, por favor. Te he esperado toda mi vida. 
Jordan se acercó más a ella. Toda palabra, todo pensamiento, toda capacidad racional desapareció mientras él la penetraba con lentitud. De sus labios tan solo escapó un gemido gozoso al deslizarse en su interior, tomándola hasta la empuñadura, duro como una roca, magnífico en su tamaño. 
Mara estaba asombrada por el cuidado con que la penetró después de todas las dificultades que había tenido su marido. En ese mismo instante se le ocurrió que quizá el problema jamás había sido ella. Jordan tenía razón. Tal vez no le sucedía nada. Lo que ocurría era que se había casado con el hombre equivocado, el error de una chica joven bajo la presión de elegir un esposo. 
Entonces comprendió que de haber esperado a Jordan, el hombre al que realmente deseaba, nunca habría tenido semejantes dificultades en cuestiones de sexo. A esas alturas bien podría tener ya media docena de hijos e hijas. La idea le provocó una punzada de angustia en medio del placer físico que la envolvía. Lo dejó pasar. En esos momentos tenía a Jordan, como siempre debió ser, y su corazón se hinchó de felicidad al saber que, por fin, aquella era su primera vez juntos. 
Por Dios que no sería la última. 
Entretanto, después de años de abstinencia, Mara estaba tan cerrada como una virgen, pero no hubo dolor, solo sensaciones maravillosas. 
Y amor. 
—Jordan. 
Las lágrimas le escocían los ojos cuando le rodeó con los brazos, aturdida, apenas capaz de creerse lo que estaba sucediendo. Un nuevo sueño que se hacía realidad. 
Él susurró su nombre con voz embriagadora, mirándola a los ojos con un torrente de emociones en ellos. El tormento de la pérdida se reflejaba en sus azules profundidades, aunque también desbordado por el renacer de la esperanza. 
Sí, tal vez aquello cambiara las cosas entre ellos, pero sería para bien; nada tenían que temer. En aquel momento se pertenecían el uno al otro por entero; la larga cuenta pendiente de los años pasados quedó borrada por el siguiente beso. El pasado ya no importaba, pues ahora tenían el futuro por delante. 
Mara le besó con desesperación y, en cuestión de segundos, la pasión que los invadió había disuelto su mutuo y efímero pesar. 
Jordan empujó bajo ella mientras comenzaba a mecerla, sujetándola de la cintura. Mara se aferró a él y se acopló a su ritmo, arqueándose, acariciando su torso con los pechos con cada profunda y rítmica embestida. 
«De modo que es así como tiene que hacerse», pensó de manera fugaz; todo su ser resplandecía. 
Pero tras la larguísima espera, su unión no tardó en apoderarse de sus sentidos. Espasmos de placer amenazaban con propagarse desde las entrañas de su feminidad. Mara no deseaba que aquello terminase, de modo que trató de contenerse, estremeciéndose por el esfuerzo. Pero ya no tenía el control. 
Jordan pareció comprender. 
—Déjate llevar, hazlo por mí, cariño. Córrete para mí —susurró, jadeante, deslizando las manos por su espalda—. Está bien. Lo necesitas. Quiero hacer que te corras. 
Mara sucumbió ante su ligero aliento. Con un débil sollozo, devoró al hombre, tomándole con avidez. Todo su cuerpo temblaba mientras le cabalgaba hasta llegar a un triunfal final, gritando su nombre al alcanzar el clímax. 
Jordan se unió a ella con un tosco grito y un embate aún más brusco. Mara jadeó al sentir aquel miembro de acero al rojo vivo palpitando en su interior. Temblando de pasión, ya no mostraba al conde diplomático y civilizado que conocía, sino un lado duro y salvaje de él que nunca antes había visto… y Mara se deleitó con ello. 
Despojado de toda razón, de su célebre autocontrol, Jordan gruñó de placer, aferrando y apretando su trasero con ambas manos, entrando y saliendo de ella con un feroz abandono que hizo sacudirse todo el carruaje. La mordió en el hombro cuando, de repente, se «dejó llevar», tal y como había dicho. La estrechó con fuerza, gimiendo extasiado, su aliento caliente contra su oreja, profiriendo obscenidades a modo de palabras de cariño febriles. 
Mara estaba fascinada mientras sus feroces gemidos cedían hasta pronunciar un susurro de incredulidad: 
—¡Oh, Dios mío! 
—Sí. —Temblando, apoyó la cabeza sobre su hombro—. Mmm. 
Aparte de eso, ninguno se movió. Permanecieron unidos, ambos aturdidos, pero detestando tener que separarse. 
Mara no se atrevió a decir una sola palabra que rompiera aquel embelesado silencio compartido. No confiaba en que no fuera a decirle «te quiero», pero ninguno de los dos estaba preparado aún para eso. 
Al cabo de un rato, Jordan habló por fin; todavía parecía un tanto conmocionado y falto de aliento, aunque dichoso. 
—Espero no haberte dejado los dientes marcados. 
—¿De veras? —Mara sonrió satisfecha y soltó un suspiro—. Yo espero que me los hayas dejado. 


Drake observó a Emily dar de comer a los caballos, incapaz de apartar los ojos de ella. 
El cielo estaba despejado y los árboles se mecían sobre el prado cuando ella se subió a la tabla inferior de la valla. Inclinándose para apartar a algunas de las hembras más codiciosas, le dio un puñado de grano a una dócil potra castaña, que obviamente no ocupaba un puesto tan alto como las demás en la jerarquía de la manada. 
—Toma, chica —murmuró, y su voz suave cautivó a Drake y a los animales por igual. 
Debido a que la había recordado al verla, sus captores habían dejado que ella le llevara fuera. 
Emily decía que el sol y el aire le harían mucho bien. Max había accedido por fin, pues ella era la única que parecía saber por dónde empezar con él. 
—Vamos. —Se volvió hacia él con una sonrisa tranquilizadora—. Démosles juntos de comer como solíamos hacer. Dame tu mano. 
Cuando Drake extendió su mano lentamente, ella depositó un puñado de avena en su palma. 
—Adelante —le instó con el mismo tono sosegado con el que había hablado a los caballos. 
Drake no se acordaba de haber alimentado a los caballos con ella, pero con aquella dulce voz, tan suave como la brisa, obedecería cualquier orden que le diera. 
De pie junto a ella, alargó el brazo por encima de la valla y dejó que un viejo caballo castrado zaino comiera el grano de su mano. 
Entretanto el sargento Parker se encontraba a unos metros de distancia vigilándole con cautela, con el fusil colgado a la espalda. Mientras el aterciopelado hocico del animal le hacía cosquillas en la palma, Drake sabía que las sospechas de sus captores con respecto a él no eran injustificadas. Incluso en esos momentos, era muy consciente de lo fácil que resultaría saltar de la valla a lomos de uno de los caballos y marcharse al galope. Si bien no podría llegar demasiado lejos sin los arreos, al menos les sacaría una cabeza de ventaja a la Orden. Podría escapar, ocultarse, sobrevivir… y dirigirse a Londres, de nuevo junto a James. 
El miedo por la seguridad del anciano se movía como nubarrones de tormenta ominosos sobre el paisaje de su mente; solo en esos momentos un rayo de luz había logrado atravesarlos. Y Drake descubrió que no podía apartarse de ella. 
Emily. 
Contempló a la hermosa hija del guardabosques con infinita fascinación. 
La había buscado, sabiendo que aquel rostro dulce y pecoso había detenido de inmediato el miedo y la ira que le habían dominado durante un tiempo. Cerca de ella se sentía en paz, su maltrecha alma era como la tripulación de un barco que descansa en el ojo de la tempestad. 
Pero de algún modo sabía que aquella idílica estancia en el campo era una calma breve. A pesar de todo lo que había pasado hasta entonces, el otro extremo de la tormenta sin duda sería peor. 
De momento, su fascinación por Emily le mantenía allí. Que le aspasen si, a su modo, ella no era tan extraña y salvaje como lo era él. Tal vez sentía que si había alguien que pudiera ayudarle, ese alguien era ella. Quizá en el fondo de su ser sabía que solo podía confiar en ella. 
Solo en ella. 
Plenamente consciente de la enigmática beldad que tenía a su lado, lo bastante cerca como para poder tocarla, aunque no se atrevía a hacerlo, acarició de manera obediente el amplio morro plano de uno de los caballos, rascando un poco de barro seco. 
Emily se bajó de un salto de la valla y se volvió hacia él. 
—Demos un paseo por el bosque. Tal vez recuerdes el camino… pero no te preocupes si no puedes. Yo lo sé. Jamás dejaría que te perdieras, Drake. Vamos. 
La miró a los ojos, aquellos ojos que le habían perseguido en sueños durante tanto tiempo. De un profundo tono azul violeta, con brillantes motas doradas, que incluso en esos instantes le cautivaban. Asintió, abandonando la idea de escapar a caballo para seguirla por la esponjosa hierba esmeralda hasta la arboleda que rodeaba Westwood Manor. 
El sargento Parker los siguió a una distancia respetuosa. 
Drake no le prestó atención, pues estaba contemplando a Emily caminar delante de él. La esbelta y etérea beldad no parecía pertenecer del todo a este mundo. Con su complexión pecosa y tostada por el sol, su largo y sedoso cabello y sus extraños ropajes, la respetabilidad no daba la impresión de ser algo que le importase. Vestía más bien como una doncella de alguna tribu anglosajona guerrera, con botas de piel, largas faldas de color oscuro, un cinturón de cuero en torno a las caderas, con un extraño surtido de herramientas para su oficio, atender a plantas y animales. 
Sin embargo, la funda de su cuchillo estaba vacía. 
Max la había obligado a entregar el arma por miedo a que Drake pudiera robársela para herirse a sí mismo y a los demás. 
Ese Rotherstone era un hombre listo. 
Drake se libró de la irritación y se contentó observando el vaivén de las faldas de Emily. Su larga melena castaña dorada se agitaba con la brisa, enredándose ligeramente, ondulándose en las puntas. 
Mujer de pocas palabras, marchaba delante de él con silenciosa confianza; su forma de caminar la proclamaba como un espíritu libre que no rendía cuentas a ningún hombre. 
Se adentraron en el bosque; el camino se abría ante ellos. Drake se sorprendió de inmediato por el familiar olor a tierra que inundaba sus fosas nasales, el olor a hierba, a turba y a cosas latentes que vuelven a la vida. 
Una gruesa alfombra de hojas en descomposición del otoño pasado amortiguaba sus pasos. Los de Emily no hacían el menos sonido, pues era una criatura del bosque igual que lo era un grácil ciervo. 
Ella se dio la vuelta al notar que él se quedaba atrás y le lanzó una mirada ligeramente autoritaria que le hizo ponerse de nuevo en marcha. Aquellos profundos y misteriosos ojos podrían haberle invocado desde el otro extremo del mundo. Hacían juego con el color de las campanillas que se desplegaban a los pies de los árboles yermos y en medio de los espinos aún desnudos. La siguió una vez más. Delicados rayos de sol se filtraban entre las altas ramas y teñían el camino que tenían al frente mientras los animados gorjeos primaverales y los cadenciosos trinos de los pájaros que por allí revoloteaban llenaban el bosque. 
Drake miró fijamente la marchita belleza de un viejo tronco cubierto de musgo que parecía llevar allí cientos de años. 
Continuaron deambulando, y en su cabeza comenzaron a destellar vagos retazos de recuerdos: perseguir a Emily durante algún juego infantil, ecos de su risa. 
Podía sentir el peso reprimido de la memoria concentrándose como nubes cargadas de agua antes de comenzar a llover. 
Cuando llegaron a un arroyo, ella se acuclilló en la orilla y pasó la mano por el agua. Le hizo un gesto de aliento para que él hiciera lo mismo. Drake se echó agua en la cara, y el frío líquido le ayudó a despejar la cabeza. 
«No estoy seguro de querer recordar.» Hacerlo haría que fuera más duro dejarla de nuevo y, sin embargo, sabía que lo haría. No tenía otra alternativa. Tan solo carecía de la oportunidad. 
Probablemente no se le presentaría ese día. Tendría que esperar su momento. Bajó los párpados, consciente de que el sargento Parker estaba a unos metros detrás de él. No dudaba que el leal sargento le pegaría un tiro antes que dejarlo escapar. Tal vez Max no lo haría en nombre de su amistad de la juventud, pero ningún vínculo sentimental impediría que Parker apretara el gatillo. 
—Vamos. —Emily se levantó con gracilidad y se internó aún más en el bosque. 
Drake la siguió; su sensación de familiaridad se agudizaba con cada segundo que transcurría. La joven se detuvo a una corta distancia del camino ante un magnífico y áspero roble, cuyo nudoso y viejo tronco se alzaba del suelo como una torre en ruinas. 
La mirada de soslayo que le dirigió le cautivó. 
—¡Te echo una carrera! —Para su sorpresa, ella comenzó a trepar por el árbol—. ¿No vas a venir? —le llamó con picardía por encima del hombro.
—No creo que eso sea… 
—No pienses, Drake. Limítate a moverte —le indicó—. Tu cuerpo sabrá qué hacer. 
Drake frunció el ceño, pero ella ya le llevaba una buena ventaja, sin preocuparse lo más mínimo porque él pudiera verle las medias, que desaparecían dentro de sus botas. Mientras sus enaguas color marfil susurraban, pudo vislumbrar sus largos pololos de algodón sin blanquear. 
Una sensación recordada resonó dentro de él desde su niñez. «¡No pienso dejarme ganar por una chica!» Comenzó a trepar tras ella en el acto, persiguiendo el pasado tanto como a la joven. Emily tenía razón: de algún modo, y con ciertas dudas, sus manos sabían exactamente dónde encontrar los viejos nudos en la madera del tronco para agarrarse a ellos, dónde colocar los pies para ascender por aquel enorme roble, como si lo hubiera hecho en innumerables ocasiones. 
Emily se acomodó en una acogedora unión entre dos colosales ramas a más de nueve metros sobre el suelo del bosque. Aquel parecía ser su sitio. 
Al llegar a lo alto del tronco, Drake vaciló, evaluando la situación. 
Emily le señaló otra gruesa unión de las ramas frente a ella. 
—Tu sitio es ese. 
Drake lo miró, recordando de manera vaga. El tronco principal se estrechaba hacia arriba, pero la gran rama que ella le había señalado ofrecía un punto confortable para recostarse con cierta seguridad. Ocupó su lugar frente a ella. 
Una vez instalados en su árbol, con los pies colgando, Emily le brindó una sonrisa; pero de repente Drake reparó en una pequeña cicatriz que ella tenía en el dorso de la mano. 
—¡Tu mano! Reconozco esa cicatriz. 
—¿De veras? —Se acercó a él, estudiándolo—. Entonces, ¿cómo me la hice? —le desafió con voz suave—. No hagas esfuerzos —le calmó al ver que él tragaba saliva, dudando—. Deja que acuda a ti. 
Drake cerró los ojos durante largo rato, y entonces, de pronto, tuvo la respuesta. 
—El halcón de caza de mi padre te picó —murmuró con una sonrisa. 
Cuando abrió de nuevo los ojos, ella estaba sonriendo de oreja a oreja. 
—En efecto, así fue. Príncipe Edward. 
—¡Sí! Así se llamaba. Que me aspen si aquel no era el pájaro más arrogante, de peor carácter… y peligroso. —Meneó la cabeza, sorprendido—. Solo eras una niñita. 
—Tenía ocho años. —Asintió con orgullo.
—¿Cómo se te ocurrió meter la mano en su jaula? 
—Quería acariciarle. 
Drake soltó un bufido, sonriendo, en tanto que Emily reía. 
—¡Era tan hermoso! No sabía que iba a picarme. 
—Tampoco sabías que su comida favorita eran los gazapos —adujo, cuando otro recuerdo de aquellos días regresó a él sin previo aviso. 
Ella arrugó la nariz ante aquel recordatorio. 
—¿Recuerdas el día que nos escapamos a las caballerizas y rescatamos a aquellos gazapos que eran para darle de comer? 
Drake entrecerró los ojos, sorprendido cuando las imágenes de los dos juntos de niños comenzaron a brotar en su mente. 
—Sí… nos colamos y liberamos a esos pequeños conejitos. 
—Te metiste en un buen lío —bromeó Emily. 
—Pero tú no, ¿verdad? —replicó con una ligera sonrisa—. Tú eras la que los creaba. 
—De eso nada. Ese eras tú. 
Drake meneó la cabeza. 
—Debiste de convencerme. 
—Lo que pasa es que no podías soportar verme llorar. 
Drake la miró fijamente. 
—Eso no lo recuerdo. 
—Bueno, yo sí —repuso ella—. Jamás olvidaré que esa noche te enfrentaste a tu padre por mí. Y por esos conejillos —agregó. 
Emily le sonrió. Drake escrutó su rostro, inmensamente aliviado porque esos pequeños fragmentos de su vida estuvieran empezando a aflorar. Debía de ser gracias a ella. No se había sentido tan cercano a nadie en años, tan seguro con nadie. 
En el fondo de su corazón sabía que siempre había confiado en ella. Y que Emily siempre le había amado, a pesar de que sus padres le habían advertido que ella estaba muy por debajo de su posición. 
Emily le sostuvo la mirada durante largo rato, y su sonrisa se suavizó. 
—¿Sabes por qué te he traído aquí, Drake? 
Él negó con la cabeza, mudo por la emoción. 
—Este es nuestro árbol de las historias. —Alargó el brazo y posó la mano donde tenía la cicatriz sobre la de él—. Es hora de que me cuentes lo que te ha sucedido. 
Drake apartó la suya de inmediato, meneando la cabeza. 
—No lo recuerdo. 
—Sí que te acuerdas. Lo que sucede es que tienes miedo. Pero ahora estás a salvo. Debes contármelo. Sé lo de la Orden, ¿recuerdas? —susurró, bajando la vista en dirección al sargento Parker—. Tú me hablaste de ellos cuando éramos pequeños. Que ibas a ir a una academia militar secreta en Escocia, donde te entrenarías para convertirte en un gran guerrero. Jamás se lo he dicho a nadie, tal como te prometí. Pero no sabes lo preocupada que me has tenido. Dios mío, creí que estabas muerto. Encontrarte vivo de nuevo… —Apartó la mirada cuando los ojos se le llenaron de lágrimas. Luchó contra ellas y se giró hacia él una vez más. 
El corazón de Drake palpitaba con fuerza. 
—Quiero ayudarte. Por favor, todavía confías en mí, ¿verdad? Sabes que jamás te haría daño. No puedes reprimir todo eso dentro. Voy a cuidar de ti, pero necesito conocer la naturaleza de la herida. Drake, dime qué te hizo esa gente.
Él se limitó a mirarla, negándose a hablar del mismo modo en que se había negado en aquella prisión germana, salvo que por razones muy diferentes. No quería recordar. Tan solo deseaba dejarlo todo atrás. Además, alguien como Emily no debería escuchar nunca palabras como «tortura». 
La joven esperó, meneando la cabeza al ver que él guardaba silencio. 
—No temas. Sea lo que sea, no tienes por qué enfrentarte a ello solo. Yo haré que te pongas bien de nuevo, Drake. Te atenderé cada día hasta que recuperes las fuerzas… 
—No soy uno de tus animales salvajes —la interrumpió, incapaz de seguir soportándolo. La voz le temblaba y tenía un nudo en la garganta—. Si me amas, Emily, debes dejar que me vaya. Ayúdame a escapar de esos hombres. 
—No. Es necesario que te quedes aquí —replicó ella con ferocidad—. Conmigo. Donde estás a salvo. Donde perteneces. No pienso dejar que te hagan más daño. No puedes pedirme eso. 
—No lo entiendes. Hay otras cosas que he de hacer. 
—¡No estás preparado! Por Dios, ¿acaso no te han quitado ya bastante? —gritó. Luego sacudió la cabeza con obstinación—. No. No voy a hacerlo. Como mínimo, debes recobrar las fuerzas. No vas a ir a ninguna parte hasta que te hayas recuperado. 
—¿Qué te hace pensar que eso sea posible, pequeña Emily? —murmuró, mirándola sombrío—. ¿Se te ha ocurrido pensar que ya es imposible salvarme? 
Emily se puso un tanto pálida al escuchar su respuesta, pero a continuación negó con la cabeza. 
—No lo creo —respondió—. Jamás perderé la fe en ti, Drake, pase lo que pase. 
Él bajó la mirada, furioso. Era una tonta. 
Una hermosa e inocente tonta. 

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